Perspectivas feministas sobre cuestiones trans
Talia Mae Bettcher
2022
La relación entre el feminismo y la teoría y política trans es sorprendentemente conflictiva. El objetivo de esta entrada es esbozar algunos de los principales problemas filosóficos en sus intersecciones, lo cual solo puede lograrse atendiendo a la historia de la política feminista y trans tal como se ha desarrollado en los Estados Unidos. Lo “transgénero” como política y los “estudios trans” como el gemelo de los “estudios queer” (Stryker 2004) surgieron a principios de la década de 1990, y esta emergencia está entrelazada con la teoría y la política feminista, así como con la teoría y la política queer. (Estos términos se explicarán más adelante). En consecuencia, esta entrada seguirá un orden aproximadamente cronológico.
Uno de los principales conjuntos de temas filosóficos se relaciona con concepciones en competencia sobre el yo y su relación con el cuerpo sexuado y el género. (El sexo biológico suele distinguirse del género, entendido como los roles culturales asignados en función del sexo). ¿Existe el yo antes de la institución de la identidad de género? ¿Es el sexo el “hardware” sobre el cual se ejecuta el programa del género, o el sexo mismo es enteramente cultural? Si el yo está irrevocablemente inmerso en el género como construcción cultural, ¿cómo es posible resistir la opresión de género? Además, ¿cómo deberían las respuestas a estas preguntas informar la teoría y la política feminista? ¿Y cómo deberían informar la teoría y la política trans?
Otro conjunto de temas está relacionado con las dificultades políticas y filosóficas de formular una teoría de la opresión de género y estrategias de resistencia cuando se reconocen múltiples modalidades de opresión: si las personas trans son oprimidas como personas trans y las mujeres son oprimidas como mujeres, entonces parecería necesario un marco que contemple al menos dos modalidades distintas de opresión de género. ¿Estas dos modalidades conducen inevitablemente a políticas en conflicto entre sí? Y si es así, ¿cómo podríamos dar cuenta de quienes son oprimidas tanto como mujeres como personas trans? ¿Cómo es posible construir coaliciones entre feministas no trans y activistas trans? ¿Dónde se encuentran los puntos en común? ¿Dónde surgen las tensiones?
1. Terminología
2. El fenómeno transexual
3. El imperio transexual
4. El imperio contraataca
4.1. El Manifiesto
4.2. Ciborg y mestiza
4.3. El paradigma transgénero
5. El (trans) género en disputa
5.1. El género en disputa
5.2. Cuerpos que importan
5.3. Las críticas trans a Butler
5.4. Deshaciendo el género
6. La tecnología y la producción del género
7. Guerras fronterizas Butch/FTM y habitantes de zonas fronterizas
7.1. Masculinidad femenina
7.2. No hay lugar como el hogar
7.3. Encontrar una voz en las fronteras
8. Solidaridad feminista después de la teoría queer
8.1. Judíos seculares y mujeres transexuales
8.2. El género como relacional
8.3. Analogías de raza/sexo
8.4. Identidades aspirantes
9. La fenomenología de la corporeización trans
10. Hacia un trans/feminismo
10.1. Un manifiesto transfeminista
10.2. Manifiesto de las mujeres trans
10.3. Personas engañadoras malvadas o simuladoras
11. Conclusión
Bibliografía
1. Terminología
El término transgénero a menudo se utiliza para referirse a personas que “no se ajustan a las expectativas predominantes sobre el género” al presentar y vivir géneros que no les fueron asignados al nacer, o al presentar y vivir géneros de formas que pueden no ser fácilmente inteligibles en términos de concepciones de género más tradicionales. Empleado como término paraguas, por lo general busca agrupar a varios tipos diferentes de personas, como las transexuales, drag queens y kings, algunas lesbianas butch y travestidos masculinos (heterosexuales). Anteriormente, el término transgenerista había sido empleado por Virginia Prince, pionera del movimiento travesti en Estados Unidos, para designar a una persona que vive en el género “opuesto” al que le fue asignado al nacer, pero que no es un transexual (Stryker 2008, 123). Tal parece que Leslie Feinberg fue una de las primeras en utilizarlo como un término paraguas político (ibid.).
En la actualidad, el término reivindica la postura política —especialmente en los Estados Unidos anglosajones— de resistencia a la patologización médica de las personas trans. Esto lo sitúa en oposición prima facie a la antigua noción de transexual (al menos en el sentido más tradicional de esa palabra). El término transgénero se utiliza también en ocasiones como equivalente a transgenerista, para referirse a las personas que viven a tiempo completo en un rol distinto al que se les asignó al nacer, pero que no se consideran a sí mismas transexuales.
El término transexual se emplea con frecuencia para referirse a personas que utilizan tecnologías hormonales y/o quirúrgicas para modificar sus cuerpos con el fin de adecuarse a su percepción generizada de sí mismas, de maneras que puedan ser construidas en contradicción con el sexo asignado al nacer o de maneras que podrían no ser fácilmente inteligibles desde el punto de vista de las concepciones tradicionales de los cuerpos sexuados. También podría utilizarse para referirse a personas que se autoidentifican y viven como el sexo “opuesto” al que se les asignó al nacer. La condición de ser transexual ha sido recogida por los términos transexualismo y transexualidad, el último de los cuales se utilizará en este texto.
Tradicionalmente, el término transexual ha estado vinculado con nociones psiquiátricas como la disforia de género y también se ha asociado a la metáfora “atrapado en el cuerpo equivocado”. El término (escrito con una s en inglés) fue utilizado por primera vez en inglés por David Caldwell. Luego fue popularizado por Harry Benjamin (escrito con dos s en inglés). En la actualidad, el término transexual también se ha utilizado de manera que se puede adaptar y ser subsumido en el término más reciente de transgénero (dependiendo, en parte, de la postura política de cada quien). También puede utilizarse como término político para indicar una ruptura con el término transgénero y como posible impugnación de la ideología política subyacente del “movimiento transgénero”.
FTM y MTF son abreviaturas de female-to-male y male-to-female. Originalmente estuvieron relacionadas con el discurso transexual (médico) para referirse a las personas que transicionan al sexo “opuesto”. En la actualidad se emplean de maneras que se alejan de este discurso médico y pueden emplearse de forma más amplia para referirse a personas que pasan de ser hombres (o mujeres) asignados al nacer hacia la “otra” dirección. También pueden utilizarse como términos primitivos (no definidos). Esto significa que no se tratan como abreviaturas que indican la transición de un sexo a otro; en cambio, se utilizan simplemente para categorizar a las personas de forma análoga a las categorías hombre y mujer.
Queer es un término político y teórico y una reivindicación de una palabra utilizada como insulto. En términos políticos, estuvo asociada con grupos como Queer Nation y se utiliza como término paraguas para aplicarlo a las personas que con frecuencia son asociadas con las categorías lesbiana, gay, bisexual y trangénero (LGBT). Generalmente indica una oposición a las categorías basadas en la identidad y señala un fuerte rechazo a la “heteronormatividad” (básicamente: los acuerdos sociales y sexuales que se dan por sentados en una visión del mundo heterosexual-centrada). Dicho a grandes rasgos, la Teoría Queer se aplica al trabajo teórico —típicamente inspirado en Foucault y Derrida— que pretende estudiar y “deconstruir” la ideología heteronormativa. Surgió en la década de 1990 a través de pensadoras como Judith Butler y Eve Kosofsky Sedgwick. El término género-queer se basa en la fuerza política de queer. Se utiliza como término de autoidentificación por parte de personas que no adhieren a la división binaria tradicional entre macho/hembra, hombre/mujer y masculino/femenino. Una persona que se autoidentifica puede reivindicar ambos sexos o géneros, ninguno de ellos o una mezcla compleja de ellos.
Desde aproximadamente el año 2010, el término trans* se ha empleado en lugar de transgénero y trans para ofrecer más posibilidades. Una de las razones para esto es que muchas de las personas que se autoidentifican como trans (o como transgénero) se identifican como hombres o mujeres y, por lo tanto, se sitúan de alguna manera dentro de las categorías binarias tradicionales. En consecuencia, quienes no se sitúan dentro del binario (por ejemplo, las personas género-queer) quedan efectivamente excluidas, a pesar de la intención original de que el término transgénero sea un término paraguas inclusivo. Desafortunadamente, desde su introducción, el término también se utiliza con frecuencia como un adjetivo que se añade a mujer u hombre (como en hombre trans* y mujer trans*) en un esfuerzo de inclusión bien intencionado. Sin embargo, el problema es que este uso puede reproducir el mismo problema que condujo a la introducción de trans* en primer lugar, al generar la expectativa de que las personas trans* son o bien hombres trans* o bien mujeres trans*, eludiendo así las identidades trans* que se resisten a ser colocadas dentro de un binario de género. Además, es posible que muchas personas trans no se autoidentifiquen como trans*, por lo que existe el problema de imputar erróneamente identidades (y agendas políticas) que van en contra de las autoidentificaciones.
En este texto, trans se empleará como marcador de posición para las tensiones políticas posiblemente productivas que se han discutido antes (transexual vs. transgénero, trans* vs. transgénero). Dado que muchas formas de transfobia involucran la categorización de personas en contra de su propia percepción de sí mismas, es necesario tener cuidado al aplicar los términos a personas que pueden no autoidentificarse con ellos. Por lo tanto, el uso del término trans no debe entenderse como uno que atribuye una identidad o una visión política compartida. Se trata más bien de un término funcional restringido únicamente a este texto, y no se pretende invocar una categoría compartida entre diversas personas. Las expresiones mujeres trans y hombres trans se utilizarán para referirse a las personas MTF y FTM que se autoidentifican como mujeres y hombres respectivamente (donde trans funciona como un marcador de posición restringido al contexto debido a las tensiones políticas antes mencionadas).
2. El fenómeno transexual
Hasta el año 2013, el Desorden de Identidad de Género había sido una categoría de diagnóstico tanto del DSM-IV-TR (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) de la Asociación Americana de Psiquiatría y de la CIE-10 (Clasificación Internacional de Enfermedades y Problemas Relacionados con la Salud) de la Organización Mundial de la Salud. El más reciente DSM-V sustituye la categoría de diagnóstico de Desorden de Identidad de Género por la de Disforia de Género en un esfuerzo por reducir la estigmatización. No obstante, las experiencias trans siguen estando incluidas en las categorías de diagnóstico de los manuales que proporcionan criterios sobre trastornos mentales.
Si bien la homosexualidad se eliminó del DSM como categoría de diagnóstico en 1973, la transexualidad se añadió en el DSM-III de 1980. Sin embargo, la visión de la transexualidad y otros fenómenos trans-relacionados como condiciones psiquiátricas y/o médicas tiene una historia mucho más larga. Sin duda, no todas las descripciones de los fenómenos trans fueron patologizantes (de hecho, algunas tenían como objetivo la liberación política). Sin embargo, queda claro que los primeros debates académicos sobre el fenómeno trans se desarrollaron en el campo de la sexología —el estudio “científico” de la sexualidad humana—. Algunos de los pensadores más destacados son Karl Heinrich Ulrichs, Richard von Krafft-Ebing ([1886] 1965), Havelock Ellis ([1905] 1942) y Magnus Hirshfeld ([1910] 1991).
A principios del siglo XX, los científicos europeos empezaron a experimentar con el “cambio de sexo” (Meyerowitz 2002, 16-21). En 1953, la protagonista mediática Christine Jorgensen se había convertido en la primera “celebridad” transexual MTF en los Estados Unidos y se encendió la controversia científica sobre si la transexualidad era una condición psicológica o física (Meyerowitz 2002). Si bien la primera postura (entonces dominante en Estados Unidos) sostenía que el fenómeno trans era de naturaleza puramente psicológica y debía tratarse en términos psicoterapéuticos para “curar la enfermedad mental”, la segunda (modelo europeo) sostenía una “teoría de la bisexualidad” que sustentaba que había una mezcla física de hombre y mujer en todos los seres humanos y que los casos especiales daban lugar a una condición de “sexo mixto” que en algunos casos justificaba la intervención quirúrgica (Meyerowitz 2002, 98-129).
Los trabajos de John Money, Joan Hampson y John Hampson sobre la intersexualidad (el hecho de tener características biológicas tanto femeninas como masculinas) condujeron a la introducción del término técnico gender (1955). Estas investigaciones pretendían eludir el debate entre la psicología y la biología, argumentando que, si bien la capacidad de aprender un rol y una orientación de género (como un lenguaje) tenía una base biológica, el rol y la orientación nativos específicos que se aprendían (como el lenguaje) dependían del entorno social, el cual se “fijaba” a una edad muy temprana (1957). Posteriormente, Robert Stoller y Ralph Greenson acuñaron en 1964 la expresión identidad de género, que ayudó a separar en términos terminológicos la noción de rol social de la noción psicológica del sentido-del-yo. Finalmente, fue adoptada por personas de la talla de Money y Harry Benjamin (Meyerowitz 2002, 117-9), y aunque continuó el debate sobre la etiología, las perspectivas que consideran tanto la biología como el entorno social en la determinación de la identidad de género lograron de algún modo una mayor prominencia (Meyerowitz 2002, 119). En particular, según estos puntos de vista, la identidad de género es una demanda biológica en la medida en la que la capacidad de la identidad de género (como la capacidad del lenguaje) se considera innata. Este punto de vista parece sugerir que el género, al igual que el lenguaje, forma parte integral del yo humano.
En 1966, Benjamin publicó el histórico libro The Transsexual Phenomenon, y ese mismo año se inauguró el programa de cirugía de reasignación de sexo en la Universidad Johns Hopkins, desatando un periodo de grandes clínicas de identidad de género basadas en universidades que duró hasta finales de los años 1970. Al cerrarse el programa en la universidad Johns Hopkins en 1979, ya se había formado la Asociación Internacional de Disforia de Género Harry Benjamin (desde entonces redenominada como Asociación Mundial de Profesionales para la Salud Transgénero o WPATH, por sus siglas en inglés) y había aprobado criterios estandarizados para el tratamiento de personas transexuales. Un año después, el transexualismo se incluyó en el DSM.
De manera notable, hasta principios de los años 1990, el medio a través del cual las personas transexuales escribían sobre sus propias experiencias era en gran medida la autobiografía. Algunos ejemplos son The Story of a Transsexual (1977) de Canary Conn, Emergence: A Transsexual Autobiography (1977) de Mario Mario, y Conundrum: An Extraordinary Narrative of Transsexualism (1986) de Jan Morris.
3. El imperio transexual
Muchas de las primeras aproximaciones feministas no-trans acerca de las personas transexuales estaban impregnadas de hostilidad. Uno de los primeros ejemplos de reacciones feministas no-trans hacia las mujeres trans fue la expulsión de Beth Elliott de las Hijas de Bilitis y la posterior controversia sobre su participación en la Conferencia de Lesbianas de la Costa Oeste en Los Ángeles en 1973 (Stryker 2008). En dicha conferencia, Robin Morgan acusó a Elliot de “oportunista, infiltrada y destructora —con la mentalidad de una violadora—” (Morgan 1978, 181). Este tema de la “violación” también puede encontrarse en Gyn/Ecology de Mary Daly (1978, 71). Una versión más elaborada se encuentra en The Transsexual Empire: The Making of the She-Male (1979) de Janice Raymond, donde esta autora escribe:
Todas las personas transexuales violan los cuerpos de las mujeres al reducir la forma femenina real a un artefacto, apropiándose de este cuerpo para sí mismas. Sin embargo, la transexual construida como lesbiana-feminista viola también la sexualidad y el espíritu de las mujeres. La violación, aunque suele hacerse por la fuerza, también puede llevarse a cabo mediante el engaño. (104)
La tesis de que las personas transexuales MTF son violadoras porque se apropian de los cuerpos de las mujeres para sí mismas o mediante el engaño es difícil de evaluar, ya que no parece haberse presentado argumentos en su defensa. Sin embargo, merece la pena intentar dejar de lado estas representaciones extremas para aislar los supuestos centrales que fundamentan la posición de Raymond, así como para apreciar su crítica feminista a la transexualidad como fenómeno médico.
La posición de Raymond se apoya en un subtexto escrito entre líneas sobre el sexo, según el cual el sexo existe como algo dado antes de las maquinaciones de la cultura; los roles sexuales sociales se asignan entonces sobre la base del sexo (Raymond no suele utilizar el término gender, prefiriendo, en su lugar, la expresión rol sexual). La pertenencia a la categoría mujer viene determinada por los cromosomas y por la historia de la experiencia de la persona asignada a un rol sexual (1979, 4, 18, 114). A la luz de esto, Raymond sostiene que las personas transexuales MTF son realmente hombres y los transexuales FTM son realmente mujeres. La última condición (la historia de la experiencia) es importante al señalar que las personas transexuales MTF han evitado la historia de los daños causados a las mujeres que han sufrido toda una vida bajo la opresión del rol sexual. Sin embargo, vale la pena reconocer que, si bien las personas MTF podrían haber evitado esta opresión antes de la transición, muchas de ellas sufren acoso sexual y discriminación en el lugar de trabajo, la amenaza de todas las variantes de violación, el trabajo sexual de supervivencia y la violencia doméstica después de la transición. Más aún, algunas personas MTF viven como mujeres desde una edad muy temprana.
Un segundo supuesto subyacente de la posición de Raymond es que la opresión que experimentan las personas transexuales (y las personas trans en general) no es más que un aspecto de la opresión sexista impuesta a través del rol sexual (1979, xviii, 16). En otras palabras, las personas MTF son realmente hombres que son víctimas de la violencia ejercida a través del sistema de roles sexuales rígidamente impuesto, y las personas FTM son realmente mujeres, quienes, como tales, son los objetivos centrales de este sistema. La disforia de género que experimentan las personas transexuales, según este punto de vista, debe entenderse como un descontento con el sistema existente de roles sexuales. Esto quiere decir que Raymond no reconoce una modalidad distinta de opresión que se dirija específicamente a las personas trans de una manera que no se pueda reducir a la opresión sexista inherente a los roles sexuales. Raymond plantea la pregunta retórica: “¿Una persona negra que quiere ser blanca sufre la ‘enfermedad’ de ser ‘transracial’?”, y luego observa que “no hay demanda de intervención médica transracial precisamente porque la mayoría de las personas negras reconocen que es su sociedad, no su piel, la que necesita un cambio” (Raymond 1994, xvi). Lo que falta en este planteamiento es la posibilidad de que las personas transexuales sean oprimidas como transexuales.
Sobre la base de estas dos tesis, Raymond llega a considerar que la medicalización de la variación de género y las clínicas de identidad de género no son más que vehículos para afianzar los roles sexuales sexistas. Así, para ella, una sociedad sexista es “la primera causa” de la transexualidad (1979, 16). El papel del tratamiento médico de la transexualidad es convertir a los hombres en “mujeres” y a las mujeres en “hombres” cuando no pueden ser normalizados/as en sus roles sexuales asignados naturalmente. Para Raymond, la frase imperio transexual se aplica al establishment médico patriarcal que perpetúa la opresión de los roles sexuales mediante la intervención quirúrgica (ella emplea la palabra imperio para referirse a “una unidad política que tiene un territorio de gran extensión, o una serie de territorios bajo una única autoridad soberana” (xv). Considera que el “imperio” médico incluye numerosas especialidades como la urología, la ginecología, la endocrinología, etc. Ve también la colaboración de la psicología y la psiquiatría para ocultar lo que ella llama la soberanía del “imperio” médico, cuando señalan que parece existir alguna necesidad de intervención médica transexual, así como la participación de abogados y legisladores. Sin embargo, para Raymond, es el establishment médico el que posee esta soberanía. Así, es el establishment médico el que constituye la autoridad unificadora del “imperio transexual” (ibíd.)).
Ahora bien, Raymond tiene razón al señalar que la medicalización de la transexualidad implicó la perpetuación de normas sexistas (y heterosexistas). Sin embargo, la lucha real de algunos científicos y cirujanos para poner las cirugías a disposición de las personas transexuales es ignorada en el análisis de Raymond (Riddell 2006). Estos defensores de la cirugía transexual eran una minoría (ciertamente en Estados Unidos), y ellos mismos experimentaron hostilidad y marginación. Esto significa que lo que Raymond llama el imperio transexual, no era monolítico. Y dada la marginación de estos defensores de la cirugía transexual, parece que el establishment médico no era especialmente amigable con la transexualidad (Riddell 2006). En general, en gran medida la transexualidad era y sigue siendo inaceptable en la sociedad. En contraposición a lo que opina Raymond, en gran medida no está suscrita por “el patriarcado”.
La comparación de Raymond entre integración e integridad pone de manifiesto un aspecto fundamental de su imagen de la liberación. La integración, para Raymond, implica unir partes para formar un todo complejo (1979, 163). Ella considera que la androginia es una especie de mezcla entre lo masculino y lo femenino y argumenta que la cirugía transexual también produce tales mezclas (construyendo al individuo en una especie de ser hermafrodita) (1979, 165). Por el contrario, la integridad implica una totalidad previa de la que no se puede extraer ninguna parte (193). Para Raymond, la verdadera liberación no puede asegurarse mediante una mera mezcla de roles sexuales. Más bien, debe asegurarse a través de una trascendencia del rol sexual en su totalidad (164). Esto sugiere una noción del yo que es anterior al rol sexual o, al menos, una noción del yo que puede liberarse de las interpretaciones culturales del sexo. La solución de Raymond al “problema” de la transexualidad, que ella considera que promueve la violación quirúrgica de la integridad corporal, es “ordenar moralmente que desaparezca” (178) a través del trabajo en contra de la opresión del rol sexual mediante la educación y la toma de conciencia (178-185).
La representación que hace Raymond de las propias personas transexuales merece un comentario especial. Más allá de los dos supuestos clave mencionados anteriormente, Raymond adopta una postura en la cual las subjetividades transexuales son obliteradas. Esto significa que construye representaciones monolíticas y estereotipadas de las personas trans (basadas en su propia ideología), de manera que excluye la posibilidad de registrar las experiencias variables reales de las personas trans (sobre este punto, véase Riddell 2006, 152-3, Stone 1991, 298, Heyes 2003, 1095). Por un lado, ella señala las formas en las que (algunas personas) MTF asumen los roles sexuales tradicionales (y, por lo tanto, son cómplices) (77-79) y, sin embargo, critica a las personas MTF identificadas como lesbianas-separatistas que han evitado dichos roles por considerarlos opresivamente masculinos (102-6). De este modo, ella ubica a las personas transexuales MTF ante un doble dilema: o bien las personas MTF adoptan los roles sexuales tradicionales y, por lo tanto, son sexistas, o bien evitan estos roles sexuales tradicionales y, por lo tanto, son sexistas (véase Califia 1997, 102, 104-5; Serano 2007, 49). Una teoría de este tipo no está preparada para dar cabida a las experiencias variables reales de las personas MTF que intentan negociar el género en un mundo sexista y transfóbico. De este modo, la teoría de Raymond borra las experiencias reales de las personas MTF a través de representaciones monolíticas e ideológicas de las mismas. Es más, debido a que Raymond considera la transexualidad como un fenómeno esencialmente masculino, su discusión sobre las personas FTM es mínima. Sostiene que las personas FTM son meras fichas que se utilizan para apuntalar la afirmación de que la transexualidad es un fenómeno universal y ocultar así su verdadero carácter patriarcal. De este modo, la transexualidad FTM queda en gran medida fuera del panorama (xxiii, 27-28, 140; para una mayor crítica, véase Califia 1997, 100-1, Serano 2007, 48). Esto le permite evitar hablar de las personas transexuales FTM con alguna profundidad. Y esto significa que las complejas, variables y cotidianas experiencias de las personas FTM no quedan representadas en absoluto. Consideremos, por ejemplo, la afirmación de Raymond: “Todas las personas transexuales violan los cuerpos de las mujeres al reducir la forma femenina real a un artefacto, apropiándose de este cuerpo para sí mismas”. Si bien la afirmación pretende ser universal, también es una afirmación específica sobre las personas transexuales MTF. En el planteamiento de Raymond, no hay lugar para las personas FTM. Se las oblitera.
Si bien esta tendencia a renunciar a una consideración de las experiencias de la vida real de las personas trans en favor de representaciones monolíticas y estereotipadas de las mismas (o a través de su total obliteración) parece haber sido común en los textos académicos de la época, también vale la pena señalar los profundos compromisos teóricos y políticos en juego. El análisis de Raymond se sitúa dentro de un paradigma separatista de las lesbianas que considera que la opresión de las mujeres está garantizada a través de las relaciones heterosexuales obligatorias (Radicalesbians [1970] 1988). En este contexto heterosexual, las mujeres se ven obligadas a adoptar una identidad dominada por el macho (identificada con el hombre). La liberación de la colonización de la identidad solo puede obtenerse a través de relaciones lésbicas y de una comunidad de mujeres identificadas como mujeres. Por lo tanto, para este paradigma de opresión/liberación es central la idea de que la identidad de la mujer pueda estar completamente colonizada, así como la idea de que esto pueda eliminarse mediante relaciones lésbicas amorosas (Frye 1983). Por lo tanto, no considera que el yo esté intrínsecamente ligado al género o al rol sexual.
Dado este planteamiento, no es de extrañar que Raymond critique la opinión de Money sobre que la identidad de género, si bien está determinada por factores del entorno, se “fija” a una edad temprana (1979, 62-8). Y dada la separación entre sexo y rol, resulta evidente por qué las afirmaciones de las personas transexuales sobre la identidad de género son difíciles de desentrañar. Por un lado, la identidad podría implicar la internalización de y la identificación con los roles de género sexistas respecto de los cuales, según Raymond, necesitamos encontrar la trascendencia. Esto evidentemente exigiría una intervención feminista. Por otro lado, dado que Raymond acepta una visión según la cual el sexo es un sustrato biológico dado sobre el cual se asigna un rol cultural, la identidad puede considerarse simplemente como el reflejo del reconocimiento del propio sexo biológico invariable (macho o hembra). Tal identidad sobreviviría a cualquier trascendencia del rol sexual cultural. En este caso, sin embargo, cualquier supuesto desajuste entre el cuerpo y la identidad parecería profundamente desencaminado (ya que la identidad simplemente refleja el propio sexo biológico invariable).
4. El imperio contraataca
En 1977 estalló una controversia en los círculos lésbico-separatistas en torno a Sandy Stone, una mujer abiertamente transexual e ingeniera que había estado trabajando en Olivia Records (una compañía discográfica solo para mujeres). Tanto ella como Olivia fueron explícitamente atacadas por Raymond en The Transsexual Empire. Tras dejar Olivia, Stone se doctoró con Donna Haraway en Santa Cruz, y en 1991 publicó una respuesta a Raymond que se convertiría en el ensayo fundacional de los estudios transgénero, “The Empire Strikes Back: A (post)transsexual manifestó” (Stryker 2008, 105, 124-5).
4.1. El Manifiesto
Stone adopta una tercera posición en oposición tanto a la visión medicalizada de la transexualidad, caracterizada por The Transsexual Phenomenon de Benjamin, como a la crítica feminista ofrecida por Raymond en The Transsexual Empire. El planteamiento fundamental del ensayo es ver a las personas transexuales como una especie de “minoría oprimida”. Si bien Stone no sitúa a las personas transexuales como un tercer género, sí propone que las personas transexuales “ocupan actualmente una posición que no está en ninguna parte, que está fuera de las oposiciones binarias del discurso generizado” (1991, 295). Debido a que Stone desea evitar apelar a una clase preexistente de personas que luego son oprimidas, representa a la transexualidad como un gender (genre) del discurso. La idea es que el discurso médico tradicional sobre la transexualidad constituye una forma distintiva y regulada de hablar y teorizar lo que Stone denomina un gender (genre). (Compárese, por ejemplo, el discurso médico tradicional sobre la transexualidad con el discurso feminista de Raymond sobre la transexualidad). Stone no confía en apelar a un grupo de personas anterior al funcionamiento de un discurso particular (es decir, que se concibe como independiente de un discurso particular) ya que, según la preocupación posmoderna, tal apelación a este grupo de personas estaría, sin embargo, dando cuenta de ellas dentro de un discurso —un discurso que podría ser moldeado por convicciones ideológicas—. Así, en lugar de intentar hacer tal planteamiento, Stone identifica a un grupo de personas como representadas a través del discurso médico tradicional sobre la transexualidad.
Basándose en las autobiografías de algunas mujeres transexuales, Stone coincide con Raymond en su preocupación por lo que considera la adopción de estereotipos sexistas por parte de (algunas personas) MTF (1991, 289). Sin embargo, también menciona la insistencia de (algunas personas) MTF sobre un binario masculino/femenino y la ausencia de un ámbito de género intermedio o más complejo (286). Más allá de esto, critica las afirmaciones generales que borran la subjetividad en la obra de Raymond (por ejemplo, “Todas las personas transexuales violan los cuerpos de las mujeres”), junto con la negación implícita de la subjetividad transexual comentada antes (298).
Lo que falta, según Stone, es espacio para el discurso de las personas transexuales como transexuales. Señala cómo la medicalización de la transexualidad ha exigido tanto la adopción de un comportamiento sexista, así como la aceptación de un estricto binario de género. De este modo, argumenta, las personas transexuales han sido cómplices por contar una historia dentro de un género (genre) que no refleja necesariamente sus propias experiencias subjetivas (1991, 295). Al mismo tiempo, argumenta Stone, las personas transexuales también han desarrollado sus propias subculturas, así como prácticas distintivas dentro de esas subculturas que van totalmente en contra del planteamiento oficial sobre la transexualidad (como ayudarse mutuamente a saber qué decir y cómo actuar para ser designada médicamente como persona transexual) (291-2). La solución, sostiene Stone, es que las personas transexuales empiecen a contar sus propias historias (295). Esto requiere, como mínimo, que las personas transexuales postoperadas salgan del closet como transexuales y renuncien a pasar por hombres y mujeres (no-transexuales) (298-9). Para Stone, el requisito médico tradicional de que una persona construya una historia no-transexual plausible para ocultar su pasado, socava la posibilidad de establecer relaciones auténticas. Dado que el mandato que exige renunciar a pasar por el sexo (no-transexual) al que una ha transicionado va totalmente en contra del discurso predominante de la transexualidad como tal, Stone presenta el giro político como post-transexual (299). Considera que, si bien muchas personas transexuales son cómplices del discurso predominante, no obstante, van más allá al intentar, por ejemplo, ayudarse mutuamente a “trabajar” en las regulaciones médicas (como se ha explicado antes). Así, sus experiencias y acciones superan los informes médicos “oficiales” de la transexualidad. Sin embargo, esta “superación” se vuelve invisible en cualquier intento cómplice de encajar en un informe médico que requiere que la propia condición de transexual sea negada en última instancia en la vida cotidiana (a través de esta construcción de una historia falsa). Para Stone, evitar este discurso es importante porque oculta las complejas y variables experiencias de las diferentes personas trans, quienes a menudo se posicionan de manera contestataria frente a este discurso. El objetivo no es encontrar un relato auténtico y uniforme de las personas transexuales más allá del discurso médico. Se trata más bien de despejar el camino para los discursos desde los que al menos sea posible hablar y hablar políticamente como una persona transexual.
4.2. Ciborg y mestiza
El manifiesto de Stone se basa en un análisis de la opresión/resistencia que rompe bruscamente con la visión utópica de la obra de Raymond. En su lugar, se basa en gran medida en las ideas de “A Cyborg Manifesto” de Haraway (1983, 1991) y en la teoría de la mestiza de Gloria Anzaldúa (1987). Vale la pena discutir brevemente estos puntos de vista para señalar la naturaleza del giro teórico de Stone con respecto a Raymond.
La imagen posmoderna del ciborg que propone Haraway (y que se explica más adelante) pretende suscitar preocupaciones, derivadas en gran medida de los escritos de las mujeres de color, sobre los relatos únicos y monolíticos (basados en la identidad) de la opresión/liberación. A Haraway le preocupan los análisis políticos que postulan un estado original de inocencia y una posterior caída en desgracia y que, a continuación, imaginan un futuro utópico que promete un retorno a la inocencia.
Según Haraway, la dificultad de este tipo de teorías es que son parciales en su análisis del mundo (aunque asumen la universalidad) y por ello terminan ignorando (e incluso promoviendo) ciertas formas de opresión (1991, 156). Por ejemplo, una visión feminista que postula una experiencia compartida de opresión entre las mujeres y recomienda el lesbo-separatismo como solución, tal y como está formulada, deja fuera la experiencia de opresión racial entre las mujeres de color (Combahee River Collective 1981). ¿Por qué se espera que las mujeres de color renuncien a la solidaridad con los hombres de color progresistas?
El ciborg, por lo tanto, es un conjunto de partes dispares e incongruentes: cada persona contiene múltiples elementos de opresora y oprimida. Como metáfora, pretende rechazar las postulaciones de inocencia original y futuro utópico (1991, 151). En su lugar, la resistencia para Haraway solo es posible debido a la posibilidad de que el ciborg se vuelva en contra de las intenciones de su creador en un entorno distópico (151). Esta idea es retomada notablemente por Susan Stryker (1994), quien utiliza la metáfora del monstruo de Frankenstein en su respuesta a la representación de Mary Daly (1978) de las personas transexuales como monstruosas violadoras de los límites.
Esta noción de mezcla también es fundamental en la obra de Anzaldúa, que se pronuncia en contra del énfasis en la pureza y a favor de la noción de una raza mestiza (1987, 99). Se reconoce a sí misma como una habitante de la frontera, desgarrada entre las exigencias de las culturas en conflicto (por ejemplo, la anglo y la mexicana) (1987, 100). La experiencia de estar atrapada en la confluencia de múltiples culturas conduce a una especie de multiplicidad o fragmentación del yo. Por ejemplo, una puede representarse de forma racista en las formas dominantes de feminismo blanco y de forma sexista en las formas dominantes de resistencia racial. Esta tensión entre las perspectivas culturales en conflicto da lugar a la posibilidad de una conciencia “doble” o “mestiza”, que implica la capacidad de verse a sí misma acorde a las formas dominantes en las que una está representada en términos opresivos y limitados de maneras diferentes y a menudo conflictivas (101-2).
Es precisamente la capacidad de ser consciente de esta pluralidad del yo, en opinión de Anzaldúa, lo que permite la resistencia, ya que existe una conciencia que supera las múltiples formas de opresión al verlas juntas, así como en conflicto (1987, 102). Dicha conciencia también permite la posibilidad del “terrorismo lingüístico” —la mezcla creativa de lenguas y culturas dispares de manera que se oponga al carácter monolítico de cada una (1987, 75-86)—. Por ejemplo, el español chicano de Texas y el tex-mex implican una mezcla lingüística de este tipo. Anzaldúa escribe: “Hasta que no sea libre de escribir de forma bilingüe y de cambiar de código sin tener que traducir siempre… mi lengua será ilegítima” (81). Y: “Somos vuestra pesadilla lingüística, vuestra aberración lingüística, vuestro mestizaje lingüístico…” (80).
Si bien ni Haraway ni Anzaldúa hablan explícitamente de Raymond, queda claro que la posición articulada en The Transsexual Empire es vulnerable a sus preocupaciones. La visión de Raymond proporciona tanto un relato de origen como la promesa de salvación: la imposición original de los roles sexuales y el logro final de la integridad mediante la liberación de los mismos (1979, 164). Y el rechazo de Raymond a la integración (la mezcla de partes incongruentes) es precisamente celebrado por Haraway y Anzaldúa, que no tienen paciencia con la supuesta “inocencia” y “pureza” de la integridad. De manera significativa, Anzaldúa identifica un estado entre el hombre y la mujer como un lugar para la resistencia creativa:
Hay algo convincente en ser a la vez hombre y mujer, en tener una entrada en ambos mundos. En contra de algunos postulados psiquiátricos, quienes son mitad y mitad no sufren una confusión de identidad sexual, ni siquiera una confusión de género. Lo que sufrimos es una dualidad déspota absoluta que dice que solo podemos ser una cosa o la otra. (1987, 41)
Si bien Stone no utiliza explícitamente la expresión “doble conciencia”, es evidente que está presente en su sugerencia de que las personas transexuales han aprendido a adoptar el discurso de la medicalización cuando lo hacen dentro de una cultura transexual subalterna que no se corresponde exactamente con el planteamiento oficial. Ciertamente, su sugerencia de que las personas transexuales hablan más allá del binario de género se anuncia en la obra de Anzaldúa, al igual que su llamamiento a mezclar y combinar géneros (genres).
Las diferencias entre una visión del yo como el lugar de una potencial colonización/descolonización de género (como presupone Raymond) y una visión que pone énfasis en la “conciencia mestiza” son significativas. María Lugones (1990), por ejemplo, sostiene que el primer tipo de visión, tal como la articulan filósofas como Frye (1983), simplemente no puede tener éxito como teoría de la resistencia. La dificultad, en parte, es que la primera parece postular un yo subyacente al trabajo cultural de la opresión o, al menos, la posibilidad de un yo que se ha liberado o podría liberarse por completo de la cultura (o al menos del género). Sin embargo, si esa posibilidad no es realista, como parece no serlo, es difícil ver cómo puede afianzarse cualquier forma de resistencia a la opresión. ¿Cómo puede la mente colonizada estar abierta a la transformación y la resistencia si ya está colonizada? Es precisamente esta posibilidad de “doble conciencia”, argumenta Lugones (1990), la que hace posible la resistencia.
4.3. El paradigma transgénero
El artículo de Stone sentó las bases para la aparición de los estudios transgénero, que pueden caracterizarse como llegar-a-tener-una-voz-académica por parte de (algunas) personas trans contra una historia de objetivación académica. Los primeros años de la década de los noventa también fueron testigos de la aparición de la actual política transgénero, articulada en las obras populares de Leslie Feinberg (1992, 1993, 1996, 1998) y Kate Bornstein (1994). Tres rasgos principales de lo que podría denominarse el paradigma transgénero son afines a las ideas de Stone: 1) el reconocimiento de la opresión basada en el género, normalmente dirigida a las personas trans, como algo distinto y no reducible a la opresión sexista; 2) el posicionamiento de las personas trans como situadas de forma problemática con respecto a las categorías binarias hombre y mujer; y 3) el respaldo a una política de visibilidad.
Esto no quiere decir que estas políticas sean uniformes. Por ejemplo, mientras que Feinberg tiende a enfatizar la persistencia histórica de las personas trans como un tipo de personas o grupo oprimido, Bornstein tiende a enfatizar la naturaleza construida (y opresiva) de las categorías de género en su conjunto, la conveniencia de ver el género como una moda y la importancia de avanzar hacia un sistema de género más consensual. En particular, Bornstein se basa en el trabajo etnometodológico de Garfinkel (1967) y Kessler y McKenna (1977). El trabajo de Kessler y McKenna es especialmente destacable por su amplio y temprano uso del término “género” para aplicarlo incluso al sexo biológico, con el fin de indicar la implicación del sexo en la interpretación y la práctica cultural. La etnometodología es un análisis sociológico del modo en el que las personas construyen su conocimiento de sentido común acerca del mundo en contextos sociales. Bornstein se basa principalmente en la noción de Garfinkel de la actitud natural acerca del sexo. Esta actitud, para Garfinkel, constituye el “sentido común” cotidiano acerca del sexo. La sostienen aquellas personas que él denominó “normales”, para quienes las categorías macho y hembra son exclusivas, exhaustivas e invariables, y se aplican sobre la base de los genitales. En particular, una parte de la actitud natural consiste en desestimar los contraejemplos (por ejemplo, las personas intersexuales que demuestran que la categorización clara de los seres humanos en dos categorías discretas es falsa) como anormales y aberrantes.
En cualquier caso, estas y otras obras populares caracterizaron y quizá sentaron las bases de la emergente política transgénero angloamericana de los años 1990, que, al tiempo que insistía en la distinción entre identidad y presentación de género (por un lado) y orientación sexual (por otro), también luchaba por estar representada en la política LGB. Esto condujo al desarrollo de una política LGBT algo más inclusiva, basada en la idea de que las personas con variaciones de género siempre han sido, en primer lugar, fundamentales para la liberación de gays y lesbianas y que los propios gays y lesbianas pueden ser objeto de discriminación por su presentación de género.
El surgimiento de la política transgénero incluyó el prolongado conflicto entre activistas trans y feministas no trans por la exclusión de las mujeres trans del Festival de Música para Mujeres (womyns) de Michigan. En 1994, el grupo de activistas trans, Transexual Menace, organizó el “Campamento Trans” justo enfrente del festival. (El término transexual, escrito con una s, pretendía señalar una ruptura con la concepción médica tradicional de la transexualidad). El objetivo era desafiar lo que se consideraba el intento transfóbico de quienes organizaron el festival al excluir a las mujeres trans mediante su política de “mujeres nacidas mujeres”. El conflicto político persiste hasta hoy.
En 1994 se reeditó The Transsexual Empire con una nueva introducción de Raymond que retoma explícitamente la nueva política transgénero. Su crítica se centra en gran medida en la afirmación de que cualquier transgresión de género por parte de las personas transexuales sigue implicando la adopción de roles de género sexistas y, por lo tanto, no se logra una genuina trascendencia de género (1994, xxix). En opinión de Raymond, la mayoría de las personas que se autoidentifican transgénero son predominantemente hombres que, de alguna manera, performan una feminidad estereotipada y sexista (ibíd.). Sin embargo, también se refiere a Stone Butch Blues de Feinberg, una novela que tuvo un papel importante e informativo en la aparición de la política transgénero. En esta novela, seguimos a la protagonista, Jess, quien pasa de la categoría butch (en la subcultura lésbica butch-femme) a la categoría transexual, y que luego reconoce que la transición de femenino a masculino tampoco es satisfactoria. Jess acaba ocupando un lugar intermedio, identificándose simplemente como “él-ella”. La principal preocupación de Raymond con esta trayectoria es que, en última instancia, Jess rechaza identificarse como mujer (1994, xxxii).
El marco teórico de Raymond relativo a la trascendencia del género y a un estricto binario biológico previo a la imposición cultural orienta esta discusión. Dada su distinción entre integración e integridad, cualquier mezcla y combinación de géneros no lograría el objetivo de una completa trascendencia de género y, por lo tanto, fracasaría como política de liberación. Además, dado que no da cabida a un tercer espacio entre el hombre y la mujer, puesto que no reconoce la opresión trans como algo independiente de la opresión sexista, y dado que las mujeres identificadas como mujeres son fundamentales para su punto de vista sobre la resistencia, no es de extrañar que esté decepcionada por la decisión de Jess. Aparte de los problemas mencionados anteriormente con esta teoría, vale la pena añadir que, como señala Cressida Heyes, la teoría de Raymond, que rechaza la resistencia transgénero a priori, parece ser infalseable (2003, 1108).
5. El (trans) género en disputa
El impacto de Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity (1990) de Judith Butler fue inmediato y profundo. En lugar de ser una oposición, el innovador trabajo de Butler guarda una relación mucho más compleja con las personas transgénero y con los estudios trans.
5.1. El género en disputa
El trabajo de Butler estuvo motivado en parte por el deseo de responder a la preocupación de que las representaciones de género queer (como en una relación butch-femme o drag masculino gay) se limiten a replicar las normas patriarcales tradicionales. Para Butler, este punto de vista presupone un sesgo heterosexual que ensombrece el modo en el que se reelabora el género en los contextos queer. Lo que tiene en mente es que en la subcultura queer las prácticas de género no siempre tienen el mismo significado que en los contextos culturales dominantes. Por ejemplo, la presentación femenina en algunos contextos queer puede implicar un grado de ironía que no se encuentra en los casos convencionales de esa presentación femenina. Tratar las prácticas de género queer como si simplemente repitieran o imitaran prácticas no queer sin ningún cambio significativo en su significado, es entender todas las prácticas de género de una manera que les asigna significados heterosexuales dominantes.
La performance de género queer, lejos de replicar las normas patriarcales, puede subvertir dichas normas exponiendo su carácter no natural e imitativo (1990, 174-80). En ocasiones, la performance de género queer puede implicar la ironía y/o la parodia a través de la exageración. (Se pueden encontrar buenos ejemplos de esto en las primeras películas de John Waters, como Female Trouble). El género queer puede burlarse de las prácticas de género heterosexuales exagerándolas y parodiándolas de forma que parezcan teatrales y artificiosas. Y el drag masculino gay, para Butler, puede mostrar que la presentación femenina no es propiedad exclusiva de las personas femeninas. Una vez que se reconoce que dicho comportamiento se asigna únicamente de forma contingente a grupos de personas, la propia idea de que el drag gay implica simplemente la imitación de las mujeres heterosexuales como el original, asigna una prioridad a este último sobre el primero. Esta priorización, para Butler, refleja un sesgo heterosexual. Y, por lo tanto, para Butler, la identificación feminista de todo comportamiento de género como inherentemente sexista (como, por ejemplo, se encuentra en la obra de Raymond) no es más que una tendencia heterosexista a atribuir una primacía a la actuación de género heterosexual.
El planteamiento de Butler sobre el género pretende poner en tela de juicio la preexistencia de un grupo de personas (es decir, mujeres, hembras) antes de la imposición del rol de género. En cambio, en opinión de Butler, el sexo biológico está instituido culturalmente y, en este sentido, es “el género de siempre”. Prima facie, este punto de vista parece contraintuitivo. Una forma de motivarlo es reconocer que, en contra de la actitud natural sobre el sexo (ya comentada), los seres humanos no pueden dividirse siempre de forma nítida en macho y hembra. En efecto, una vez que reconocemos las distintas características que intervienen en la determinación del sexo (sexo cromosómico, sexo gonadal, sexo genital, etc.), vemos que el sexo no es una característica única, unitaria y fácilmente determinable. Sin embargo, en la medida en la que la actitud natural prevalece, las personas actúan como si la actitud natural fuera cierta. El sexo se entiende ahora en términos de una actitud particular que da forma a las prácticas sociales cotidianas. Y en la medida en la que dicha actitud ayuda a fundamentar las prácticas médicas destinadas a asignar quirúrgicamente a los bebés intersexuales uno u otro sexo, parece que el dimorfismo sexual está instituido médicamente. En la medida en la que los cuerpos están hechos para ajustarse a una determinada ideología cultural sobre el sexo —una ideología que rige las prácticas sociales—, tiene cierto sentido decir que el propio sexo biológico está, en esta medida, “culturalmente instituido”.
En opinión de Butler, siempre que hablamos del cuerpo, también lo estamos representando de formas culturalmente específicas. Hablar del cuerpo biológicamente sexuado como algo previo a los discursos particulares sobre él es, al proceder así, hablar irónicamente de él dentro de algún discurso particular y, por lo tanto, conlleva representarlo de alguna manera. Según Butler, el sexo se instituye culturalmente mediante la representación del cuerpo como el contenedor natural de un yo interior de género. El sexo se entiende como la expresión corporal que esconde la esencia de una mujer o de un hombre. Para Butler, esta visión es falsa. Sin embargo, al igual que la actitud natural puede ser tratada como si fuera verdadera aunque no lo sea, también los cuerpos pueden ser tratados falsamente como contenedores de los yo generizados. En la medida en la que este punto de vista es omnipresente y regulador de la conducta humana, se puede decir —en este sentido— que el sexo se construye socialmente.
Para Butler, las manifestaciones conductuales del género con frecuencia se consideran la expresión de una identidad de género previa contenida en un cuerpo naturalmente sexuado. Así, el comportamiento femenino es visto como la expresión de un núcleo femenino interno (contenido dentro del cuerpo sexuado femenino). Por el contrario, en su opinión, tales performances simplemente sirven para generar la ficción de una identidad de género preexistente, así como la ficción del cuerpo sexuado como contenedor natural de esta identidad (1990, 178-9). Es decir: las manifestaciones conductuales son previas a la identidad de género y al cuerpo sexuado (y no al revés). La ilusión de un cuerpo sexuado estable, de una identidad de género central y de una orientación sexual (hetero) se perpetúa a través de performances corporales repetidas y estilizadas que son performativas en el sentido de que producen la ficción de una identidad, una orientación y un cuerpo sexuado estables como previos al comportamiento de género (173).
Esto le permite a Butler responder a la acusación de que las performances de género queer se limitan a replicar el comportamiento sexista de los roles de género. Desde su punto de vista, todo comportamiento de género es de naturaleza imitativa. La identidad de género heterosexual implica una inestabilidad que trata de disimular: si bien pretende basarse en un núcleo de género natural, no es más que un intento repetido de imitar instancias pasadas de comportamiento generizado (1990, 185). Por lo tanto, en su opinión también existe un potencial subversivo en la performance de género queer drag y camp, en la medida en la que puede parodiar y, por lo tanto, exponer, esta cualidad imitativa oculta (1990, 174-6). En consecuencia, Butler celebra la proliferación de comportamientos de género queer que resignifican, parodian y exponen los mecanismos por los que se crea la ficción del género heterosexista normativo (1990, 184-190).
5.2. Cuerpos que importan
Si bien la teoría de Butler fue considerada inicialmente por algunas personas como una especie de voluntarismo de género, queda claro que esto está muy lejos de su visión real, perfeccionada en Bodies that Matter (1993). Butler aclara que en lugar de una especie de teatralidad voluntaria que se pone y se quita un agente preexistente, la performance de género es constitutiva del propio agente. Para Butler, a pesar de que el yo sea el mero efecto de repetidas performances de género, no deja de ser real: los yo existen, estos se construyen socialmente. Para Butler, lo que es estrictamente ficcional es la visión de que son núcleos unificados que existen previos al comportamiento generizado. Butler no quiere negar la existencia de nuestras vidas psíquicas.
Para Butler, la performance de género es citacional en el sentido de que tácitamente cita o se basa en las normas de género (1993, 12-3; 230-33). Pero es precisamente este citar la norma como autorizada lo que confiere autoridad a la norma (1993, 13). De hecho, la propia agente como alguien que cumple o no cumple voluntariamente la norma autorizada, es producida igualmente a través de este proceso de citación (1993, 13, 225, 232). Así, Butler ve a la agente en tanto fuente unificada de comportamiento generizado como constituida performativamente a través de actos repetidos de comportamiento generizado. Es decir: la “agente”, lejos de ser la causa de la performance generizada, es su efecto (1990, 184-5; 1991, 24; 1993, 232).
Este punto de vista produce una suerte de paradoja: si la agente es el mero efecto de los actos repetidos, entonces, ¿cómo se producen los propios actos? La preocupación puede mitigarse en cierta medida si se reconoce que Butler está interesada en la formación misma de la identidad del yo tal como es comprendido dentro de una tradición psicoanalítica. Ella sigue a Freud al considerar que el ego se forma en gran medida a través de un proceso de identificaciones complejas. La identificación, en este contexto, debe entenderse como la “adopción” psíquica estable de las propiedades percibidas de un objeto de amor perdido (1990, 73-84; 1991 26-7). De este modo, el objeto perdido pasa a formar parte del ego a través de un proceso de imitación: el objeto es interiorizado (y “preservado” psíquicamente).
En opinión de Butler, el tabú contra el incesto (heterosexual) presupone un tabú previo contra la homosexualidad (que efectivamente constituye al deseo heterosexual como tal) (1990, 82). Sin embargo, el tabú exige que se renuncie tanto al objeto amado como al propio deseo homosexual. En un proceso de melancolía, el objeto perdido no es sometido a duelo porque el deseo ni siquiera puede ser reconocido en primer lugar. Así, el objeto perdido se interioriza a través de este proceso de identificación por el que la persona adopta ahora psíquicamente los atributos del objeto perdido, adquiriendo así una identidad de género heterosexual (1990, 78-81; 1991, 26-7). De este modo, la imitación se encuentra en la raíz de la propia formación de la identidad de género.
Para Butler, el término psique se aplica a algo más que el simple yo o el ego tal y como se constituye a través de la imitación del género. Además del yo consciente, también se interesa por el funcionamiento psíquico del inconsciente tal y como se postula en el psicoanálisis. En opinión de Butler, la psique supera a la agente constituida performativamente en tanto los actos repetidos no imitan completamente a los anteriores y, de hecho, en tanto ellos deben repetirse (1991, 24). Butler permite el “exceso psíquico” que se aplica a lo que se presupone y, a la vez, se excluye de las identidades de género heterosexuales. Por ejemplo, el amor por el objeto perdido del que hablamos antes no puede ser admitido en la identidad de género heterosexual. No obstante, forma parte de la psique —es un “exceso psíquico”— en la medida en la que es esencialmente presupuesto y, no obstante, rechazado en la formación de la identidad de género heterosexual. Dicho exceso se manifiesta, para Butler, en fracasos performativos y en comportamientos que exponen el carácter imitativo del género (24-5).
Esto supone un notable alejamiento del modelo de resistencia (e identidad) de la “doble conciencia” que se ha discutido antes. En lugar de destacar la mezcla simultánea de reivindicaciones culturales conflictivas para configurar una posición de sujeto que es constituida por su estatus de frontera, Butler despliega la noción de “exceso psíquico” y se dirige hacia las resignificaciones de la performance (como dentro de una cadena histórica) de manera que subviertan por completo una posición de sujeto estable. Esto significa que Butler sitúa la subversión en las disrupciones que fracasan en el intento de imitar de la misma manera, las cuales exponen y socavan la ilusión de un yo estable. Sin embargo, a pesar de esta diferencia, tanto la noción de “doble conciencia” como la teoría de Butler sobre la performatividad de género se alejan igualmente de la visión de Raymond, la cual postula un yo al menos idealmente liberado de las maquinaciones opresivas.
A la luz de su apelación a la citacionalidad, Butler aclara además que el potencial subversivo de la performance de género está significativamente restringido ya que, para que la performance de género sea subversiva, debe todavía citar las normas de género existentes en tanto normas (1993, 122-4, 226-7). Esto significa que la subversión de género está limitada por la historia de las iteraciones pasadas de la performance de género. Butler también admite que existen formas en las que la performance de género puede replicar y subvertir, a la vez, las normas sexistas, racistas y heterosexistas. Por ejemplo, ella se propone defender una imagen ambivalente de la cultura plasmada en la película de 1991 de Jennie Livington, Paris is Burning, la cual documenta las competiciones en encuentros drag (drag balls) de varias “casas” de la ciudad de Nueva York, protagonizadas mayoritariamente por hombres queer, transexuales y queens negros y latinos (1993, 121-140).
La reflexión de Butler sobre la película es especialmente notable por su tratamiento explícito de la transexualidad. Ella en gran medida le está respondiendo a bell hooks, quien critica la película por la invisibilidad de la posición de sujeto de la directora (una mujer blanca, educada en Yale y lesbiana) en la configuración de un espectáculo objetivador del género y la sexualidad no-blanca (1992, 150-1) y del propio comportamiento y actitudes de las personas documentadas en la película (147-50). Siguiendo la tradición de Raymond, hooks plantea su preocupación por la masculinidad implicada en las performances drag (citando el carácter competitivo de los encuentros, así como la celebración de la objetivación sexual) (148-9). Además, ella señala que la feminidad blanca parece exaltarse en estos encuentros como la forma canónica de feminidad (150). Butler, por el contrario, se propone destacar tanto la subversión como las formas en las que dicha subversión se ve limitada e incluso obliterada por las formas heterosexistas dominantes de género.
La mayor parte de la defensa que Butler hace de esta ambivalencia se deriva de su análisis de la vida y la muerte de Venus Xtravaganza, una mujer latina de piel clara y autoidentificada como transexual pre-operativa. Xtravaganza sueña con una vida feliz, suburbana y heterosexual, pero trabaja como prostituta y finalmente es asesinada. Por un lado, Butler ve el asesinato como el efecto del orden dominante para aniquilar lo que lo subvierte (en este caso, el cuerpo “intermedio” de Xtravaganza y su incongruencia de género) (1993, 131). Por otro lado, Butler considera que el asesinato de Xtravaganza fluye de su “trágica mala lectura del mapa social del poder”, en el que sus esperanzas de vivir una vida feliz en los suburbios se ven truncadas al ser tratada de la forma en la que se trata a las mujeres de color (1993, 131). Si bien Butler considera que la vida de Xtravaganza es genuinamente subversiva con respecto a las regulaciones dominantes de género, también plantea preocupaciones sobre la naturaleza del deseo de Xtravaganza de realizar su género como mujer heterosexual de clase media (133). En opinión de Butler, este deseo es principalmente un intento de trascender la raza y la clase a través de la transformación de género (130).
5.3. Las críticas trans a Butler
La teoría de Butler tiene la ventaja de responder al supuesto de Raymond de que todo comportamiento de género replica inherentemente las normas sexistas, y así ofrece una base teórica para el potencial subversivo de algunas performances de género queer y para desechar una visión que considera el sexo biológico masculino/femenino como independiente de la cultura. En este sentido, su obra es muy afín a la teoría y la política transgénero. Sin embargo, la teoría de Butler también presenta algunas dificultades importantes que han llevado a algunas personas académicas trans a expresar fuertes objeciones a su trabajo.
En particular, la teoría de Butler deja que los cargos de replicación de género sean totalmente aplicables a aquellas personas trans que se ven a sí mismas y se comportan como hombres y mujeres “reales”, como indica su relato referido a Xtravaganza. La tensión tiene que ver con su planteamiento acerca de la identidad de género como algo construido socialmente, así como con su planteamiento acerca de la subversión (por un lado), y con la importancia de la identidad de género y la realidad de género para algunas personas trans (por otro). Por cierto, aquí no existe una tensión teórica obvia, ya que Butler puede explicar la importancia de la identidad y la realidad de género. Más bien, el problema es que esta visión puede no ser políticamente útil para la gente trans que busca enfatizar la importancia de la identidad y la realidad de género para algunas personas trans.
La tensión parece derivarse, en parte, del hecho de que Butler se propone defender algunas formas de comportamiento de género queer en oposición al comportamiento de género heterosexual. En este modelo, la performance transgresora de género está estrechamente ligada a la sexualidad no heterosexual (Prosser 1998, 31-32). Al argumentar que Xtravaganza es asesinada por su subversión de género, Butler debe comprender esto como una ruptura con las exigencias de la heterosexualidad (Prosser 1998, 46). Lo que falta en este planteamiento es el reconocimiento de la opresión trans como una modalidad que en cierto modo difiere del heterosexismo.
Lo que quizás sea más problemático es que la sugerencia de Butler sobre que Xtravanganza es asesinada por ser una mujer de color elude los aspectos específicos de la violencia contra las mujeres trans: Xtravangaza no fue asesinada como mujer latina, sino como transexual latina, que trabajaba como prostituta (Prosser 1998, 47, Namaste 2000, 13). Además, la sugerencia de Butler de que el cambio de sexo, para Xtravaganza, es un vehículo imaginario para trascender sus condiciones económicas y raciales no toma suficientemente en serio su identidad transexual (Namaste 2000, 13-4).
De hecho, tanto Jay Prosser (1998, 50-55) como Viviane Namaste (2000, 14) sostienen que el tratamiento que Butler hace de Xtravaganza implica la alegorización de su vida y su muerte como una forma de apuntalar sus propios puntos de vista, al tiempo que no deja espacio para Xtravaganza como persona que vivió y murió como transexual. Además de estas preocupaciones, tanto Prosser (1998) como Namaste (2000) plantean preocupaciones teóricas más profundas sobre la posición de Butler.
Prosser (1998) cuestiona la perspectiva de Butler en el nivel teórico de la identidad y el cuerpo. Para Butler, la adquisición de una identidad de género (junto con el correspondiente deseo heterosexual) implica la selección de ciertos placeres corporales como aceptables y el rechazo de otros como inaceptables (1990, 89-90). Esta selección del placer apropiado se determina de tal manera que los placeres no se derivan literalmente de una parte particular del cuerpo “donde” estos se encuentran (90-1). Más bien, el placer sexual se deriva de la erotización de esa parte del cuerpo (es decir, por su papel como objeto en la fantasía erótica). En la “incorporación” heterosexual, la erotización de las partes del cuerpo es literalizada falsamente y entonces la parte del cuerpo es construida como el “contenedor” y la “fuente” del placer sexual corporal (87-90). De este modo, la experiencia subjetiva del propio cuerpo sexuado no es más que una fantasía literalizada.
En respuesta a este planteamiento, Prosser afirma que Butler malinterpreta a Freud, según el cual, argumenta, el ego corporal realmente surge del cuerpo (1998, 40-2). Prosser apela a la noción de Didier Anzieu del “ego piel” —la “experiencia interna” del cuerpo que surge de las sensaciones corporales— que sirve de interfaz significativa entre la psique y el cuerpo (65- 67). Esto le permite a Prosser argumentar que los transexuales apelan a la noción del “cuerpo equivocado” porque simplemente lo sienten así (68-9). Su planteamiento sobre el ego corporal se aleja del de Butler al enfatizar la sensación corporal y la autoconciencia propioceptiva, antes que la visualización de la superficie corporal (78-9). Prosser despliega las nociones de agnosia corporal (la incapacidad neurológica de rastrear partes del propio cuerpo) (78) y las experiencias de la extremidad fantasma (84-5) para ayudar a explicar el modo en el que la imagen corporal de una persona transexual puede no coincidir con su cuerpo real.
El punto de vista de Prosser tiene la ventaja de ofrecer una explicación más plausible del ego corporal. Sin embargo, también merece la pena señalar que se presta poca atención al modo en el que las concepciones sociales del cuerpo pueden afectar al ego. Al basar la transexualidad tan profundamente en el cuerpo, el punto de vista de Prosser no parece estar bien equipado para dar cabida a las autoidentificaciones transexuales como mujer u hombre cuando dichas identificaciones involucran algo más que el cuerpo e incluyen también el rol social. De este modo, Prosser parece ofrecer una concepción del yo (o al menos del yo corporal) que es de manera implausible independiente de las exigencias culturales.
Si bien el trabajo de Prosser se centra principalmente en el planteamiento psicoanalítico de Butler sobre la formación del ego, el de Viviane Namaste (2000) se centra en el planteamiento que propone Butler sobre lo drag queer como subversivo. En opinión de Namaste, Butler no presta atención al contexto social más amplio en el que se sitúa el drag masculino gay y a través del cual se regula el género. Namaste se refiere al hecho social de que la performance drag masculina gay suele estar restringida al entretenimiento en el escenario, donde es vista como “mera performance”. Por el contrario, la identidad sexual masculina gay no está restringida al escenario y no es vista como “mera performance” (10- 13). Sin embargo, dado que Butler permite una ambivalencia en la subversión, no queda claro que su punto de vista no pueda dar cabida a estos hechos sociales en la forma en la que ella teoriza la performance drag en Paris is Burning. Sin embargo, Namaste apunta a una crítica teórica más profunda y acusa a Butler de estar apartándose de un marco post-estructuralista que sitúa tales fenómenos precisamente dentro de un análisis social más amplio, algo que ella ve que falta en el planteamiento de Butler (16- 23).
Al utilizar lo drag como una forma de representar y teorizar todas las relaciones de género, argumenta Namaste, Butler no examina las múltiples formas concretas en las que el género es regulado en la vida cotidiana (20-1). No queda claro que esto, por sí mismo, socave la afirmación de Butler de que algunos comportamientos de género pueden ser genuinamente subversivos (y, de hecho, Butler no apunta solo a lo drag, sino también a las presentaciones de género butch/femme). Sin embargo, puede suscitar dudas acerca del intento de Butler de ofrecer una teoría uniforme del género como imitación. Dado ese grado de abstracción de las circunstancias sociales concretas, es posible que Butler omita elementos cruciales del género que son específicos de diversas prácticas sociales concretas.
5.4. Deshaciendo el género
El trabajo más reciente de Butler ha intentado en cierta medida mitigar algunas de las preocupaciones antes mencionadas (2004). Indica que se ha inspirado en lo que denomina “La Nueva Política de Género” (es decir, el activismo iniciado por personas intersexuales, transgénero y transexuales) (Butler 2004, 4). Mientras que la noción de “hacer” el género es fundamental en su trabajo anterior, la noción de “deshacer” se convierte ahora en algo central. Le preocupa específicamente la noción de lo “humano” y el hecho de que algunas personas sean reconocidas como menos humanas o, en cierto modo, no sean reconocidas como humanas en absoluto (2004, 2). En la medida en la que esto es una función de lo que cuenta como género inteligible, una puede ser “deshecha” por el género (convertido en ininteligible o reconocido como menos humano) (2-3). En tanto el género es relacional, y para Butler ahora a menudo implica actuar para otra persona, una puede ser “deshecha” por aquellas personas ante las cuales somos vulnerables (22-5). Así, podemos deshacernos a través de la pérdida de una persona amiga cercana, del mismo modo en el que podemos ser deshechas mediante actos de violencia fóbica.
Butler intenta ahora encontrar un equilibrio entre la demanda de autonomía (exigida por un ideal democratizador que ella suscribe explícitamente) y el hecho de que dicha autonomía no fluye de un yo atomizado, sino que se basa en las ideologías e instituciones particulares que necesariamente nos conectan con otras personas y que niegan a ciertas personas la condición de humanas (37-9, 223-7). Por lo tanto, demanda distinguir entre las normas que excluyen la posibilidad de vidas vivibles para las personas consideradas marginales, y aquellas que abren posibilidades “para vivir, respirar y moverse” (2004, 8, 31,219). De este modo, pretende ofrecer un enfoque más matizado sobre la importancia de la identidad en la política democrática, retomando explícitamente una “tensión que surge entre la teoría queer y el activismo intersexual y transexual” que “se centra en la cuestión de la asignación del sexo y la deseabilidad de las categorías de identidad” (7). En efecto, Butler reconoce que, en la medida en la que la teoría queer pretende socavar la “ilusión” de las identidades estables, al mismo tiempo que argumenta contra la viabilidad de una política basada en las categorías de identidad, la teoría queer se opone al activismo intersexual y transexual, ambos centrados en las identidades (es decir, la identidad intersexual y la identidad transexual). Cediendo algo de terreno, Butler reconoce que una vida vivible “requiere varios grados de estabilidad” (8). Su trabajo anterior solo encontraba la subversión en la disrupción de la identidad estable. Sin embargo, aquí reconoce que sin cierta estabilidad, la vida no es vivible.
También reconsidera su anterior referencia al drag. Para Butler, lo que es importante del “drag” es tan solo que revela la posibilidad de que lo que se da por dado es en realidad cultural y que puede ser impugnado y se le puede asignar nuevos significados (213-9). Sin embargo, si bien su planteamiento anterior había insistido con mayor fuerza en la importancia de subvertir la norma a través de su exposición como imitación, lo que ahora parece más importante son los diferentes tipos de normas que están en juego, y si conducen a posibilidades de vidas vivibles para las personas que son marginadas.
En particular, Butler considera la tensión política entre las personas activistas trans que se oponen al Trastorno de Identidad de Género por considerarlo patologizante y paternalista, y aquellas que insisten en su importancia para asegurar el acceso a las tecnologías médicas, recomendando el uso estratégico del diagnóstico. Si bien este último punto de vista subestima el grado en el que tal medida fortalece aún más al acuerdo estructural existente e inflige daños a quienes se someten a las regulaciones (82-3), el primero no ve cómo, en la práctica, la medida para alejarse de cierta regulación médica no va a ser posible sin también socavar completamente el acceso a la tecnología (90-1). En opinión de Butler, los mecanismos institucionales que permiten el acceso a través de la regulación médica y la evaluación psicológica, permiten una especie de acceso culturalmente circunscrito a la autonomía, pero solo a costa de “deshacerse” a una misma (91). Butler considera que esta encrucijada de “deshacerse” para “hacerse” es característica de la forma general en la que se niega y otorga culturalmente la autonomía (100-1).
Si bien la perspectiva modificada de Butler alivia en cierto modo la tensión entre su teoría del género y las demandas de la política trans, cabe señalar que la teoría no ofrece muchos detalles en lo que respecta a la opresión trans y las posibilidades de resistencia. Su discusión sobre el Trastorno de Identidad de Género es un ejemplo de ello. Nos deja una poderosa idea acerca de sus afirmaciones teóricas sobre la autonomía; sin embargo, no ofrece mucho en términos de estrategias políticas concretas.
6. La tecnología y la producción del género
El libro de Bernice Hausman Changing Sex: Transsexualism, Technology, and the Idea of Gender (1995) busca ofrecer un análisis feminista sobre la transexualidad dentro de un paradigma foucaultiano. Aunque su marco teórico difiere notablemente del de Raymond, ella también comparte la preocupación de Raymond por la transexualidad, así como su profunda desconfianza acerca de la intervención médica en el cuerpo.
Para Hausman, el hito principal de la transexualidad es la gran demanda de cirugías transexuales mediante las cuales los sujetos transexuales se constituyen como tales (1995, 110). En consecuencia, ella considera que la subjetividad transexual depende totalmente de la tecnología médica. En opinión de Hausman, las personas transexuales y los médicos trabajan de forma interdependiente para producir “la versión estándar” de la transexualidad que sirve de “cobertura” para la demanda de cirugía y para justificar el acceso a las tecnologías médicas (110, 138-9). Detrás de la “cobertura” solo se encuentra la problemática demanda de —a través de la tecnología— diseñarse a sí misma un sujeto. Por ello, Hausman afirma que la agencia transexual puede “leerse a través” del discurso médico (110).
Un corolario de su punto de vista es que la propia noción de género (como entidad psicológica y rol cultural distinto del sexo) es una consecuencia de la tecnología médica y, en parte, de la aparición de la transexualidad. Antes que surgir como consecuencia de los roles de género sexistas, sostiene Hausman, la transexualidad es uno de los vehículos a través de los cuales el género mismo se produce como un efecto de los discursos diseñados para justificar el acceso a cierta tecnología médica (140). Al defender esta postura, Hausman apunta a la aparición histórica de las expresiones gender e identidad de género en la obra de personas como John Money y Robert Stoller (ya comentada). Considera estos desarrollos históricos no como momentos de descubrimiento intelectual, sino de desarrollo discursivo. Es precisamente el desarrollo de este nuevo discurso de género el que introduce el género y la identidad de género. Y ese discurso es posible, para Hausman, gracias al avance de la tecnología que permite el tratamiento quirúrgico de las personas intersexuales y transexuales. En efecto, el discurso del género y de la identidad de género surge como una forma de motivar y justificar el despliegue de ciertas tecnologías médicas.
A la luz de esto, Hausman critica a Butler por suponer un uso ahistórico del género/sexo en su intento de leer el sexo como el “género de siempre”. Por el contrario, argumenta Hausman, el género fue un desarrollo histórico (179). Antes del género, argumenta Hausman, el sujeto reproductivo (es decir, la mujer o el hombre entendido dentro de un marco heterosexual) se entendía en términos del cuerpo como significante del sexo. Con el desarrollo del género, el sujeto reproductivo (ahora entendido en términos de rol de género heterosexual) se toma para significar la identidad de género (como la base misma del sexo biológico) (187-88). Hausman se resiste al llamado de Butler (1990) para la proliferación de géneros, e insiste en cambio en el retorno a la noción de sexo (180).
Un componente importante de la perspectiva de Hausman es que la agencia transexual es inherentemente cómplice del modelo médico (140). Para Hausman, las personas transexuales se definen por su deseo de conversión quirúrgica, y su subjetividad está constituida por y a través de los relatos médicos de la transexualidad. Según Hausman, más allá del modelo médico, no es posible ninguna subjetividad transexual. Mientras que Stone (1991) intentó desbaratar la narrativa transexual tradicional dando cabida a las experiencias de las personas transexuales (plasmadas en la “doble visión”) y generando nuevas narrativas híbridas (“mezcla de géneros”), Hausman niega que haya algo más que decir (174). En particular, Hausman parece tergiversar a Stone al afirmar que hay una única realidad o verdad que contar, oculta por la narrativa médica (146). Sin embargo, también parece rechazar cualquier posibilidad de “doble conciencia” y de resistencia trans al modelo médico (195-6). Este rechazo, sin embargo, es empíricamente falso, como demuestran las observaciones de Stone sobre las actividades subversivas en la subcultura transexual (comentadas anteriormente). De hecho, dado que la propia Stone, una transexual, parece capaz de articular un relato del yo que supera y cuestiona el modelo médico, no queda claro por qué y cómo Hausman puede negar que la subjetividad transexual resistente sea posible.
Para Hausman, las autobiografías transexuales cumplen la función de justificar el acceso a la cirugía mediante el despliegue de relatos médicos. El propósito de tales narraciones es obligar al lector a conformarse con la experiencia de la autora y a interpretar su propia vida de la misma manera (156). De hecho, Hausman argumenta que estas mismas narrativas ocultan varias contradicciones y son en realidad autodestructivas. Por ejemplo, Hausman observa una tensión autodestructiva entre las afirmaciones de las personas transexuales de que siempre han sido “del otro sexo” y la correspondiente demanda de cirugía de “cambio de sexo” (148). Si uno siempre ha sido de ese sexo, ¿por qué operarse para cambiar de sexo?
En respuesta a esta afirmación, Prosser (1998) sostiene que la narrativa autobiográfica es esencial para comprender la subjetividad transexual (103). Desde su punto de vista, la narrativa autobiográfica —requerida por el clínico, y luego quizás revisada a través de una autobiografía formal— permite a las personas transexuales conferir inteligibilidad a sus vidas. Estos relatos, señala Prosser, son siempre retrospectivos. Y suponen una escisión entre el yo narrado y el yo narrador. Estas tensiones entre las afirmaciones de haber pertenecido siempre a un sexo (por un lado) y de haber pasado por un proceso de cambio de sexo quirúrgico (por otro) son simplemente constitutivas de los tipos de tensiones que surgen en la narrativa autobiográfica (1998, 114-120).
Sin embargo, tanto si Prosser está en lo correcto como si no, la identificación que hace Hausman de las tensiones que se socavan a sí mismas es débil. La afirmación de haber pertenecido siempre a un sexo y la afirmación de haberse convertido en un sexo a través de una intervención quirúrgica solo están en tensión si “sexo” se utiliza de forma unívoca en las dos afirmaciones. Pero no queda claro que esto sea así. Si la afirmación de haber pertenecido siempre a un sexo se utiliza para señalar una identidad de género y quizás la sensación de que uno debería haber nacido en el otro sexo (por un lado), mientras que la afirmación de haber cambiado de sexo se utiliza para señalar la transformación corporal (por otro lado), entonces no parece haber una tensión autodestructiva.
Hausman también considera sucintamente la política transgénero como una posible fuente de resistencia a la concepción médica de la transexualidad. Ella reconoce que la posibilidad de que las personas trans trabajen de forma contraria a la regulación médica del género, choca con su intento de reducir la subjetividad transexual a la complicidad. Sin embargo, en respuesta, Hausman se pone del lado de Raymond al afirmar que la mera mezcla y combinación de la presentación de género no hace nada por trascender el género, basándose en una visión inaceptable del género como algo de algún modo voluntario (197-8). También señala que Bornstein (a quien ve como representante de toda la política transgénero actual) sigue dando cabida a las identidades transexuales y a la cirugía transexual, lo que considera fundamentalmente problemático (198). Sin embargo, aunque Hausman tenga razón en que algunas personas activistas transgénero adoptan esta postura sobre las personas transexuales, no ha abordado del todo el punto principal de que existen formas de subjetividad trans que superan el modelo médico. Y aunque ciertamente tiene razón en que no toda la mezcla de géneros es subversiva, no está claro por qué ninguna lo es.
Uno de los aspectos más destacados del trabajo de Hausman (así como de la nueva introducción de Raymond a The Transsexual Empire) fue el mayor reconocimiento por parte de la comunidad académica trans de la fragilidad de los estudios transgénero. Preocupado por la continua transfobia inherente a algunas escritoras feministas no trans, C. Jacob Hale redactó “Suggested Rules for Non-Transsexuals Writing about Transsexuality, Transsexualism, or Trans” (1997) para ayudar a las personas no trans a escribir sobre las personas trans de forma que se eviten, y no se perpetúen, las estrategias y representaciones transfóbicas.
7. Guerras fronterizas Butch/FTM y habitantes de zonas fronterizas
En gran medida, el debate feminista (no trans) sobre las cuestiones trans parece haber circulado en torno al estatus problemático percibido de las personas trans (y, en particular, de las personas transexuales). Además, en general se ha puesto demasiado énfasis en las MTF en particular. Por lo tanto, merece la pena llamar la atención sobre las opiniones feministas (trans) más significativas que han surgido de las disputas en las comunidades subalternas entre varias personas de género no normativo, en particular las asignadas como hembras al nacer.
Las tensiones entre las personas identificadas como FTM y las identificadas como lesbianas butch han dado lugar a disputas con gran carga política sobre el significado de la masculinidad. Para algunas lesbianas, las personas FTM representaban una traición al ser-mujer y una deserción de la comunidad lésbica. Para algunas personas FTM, la masculinidad butch era una manifestación menor y quizás “artificial” de la masculinidad en contraste con la masculinidad ejemplificada por las personas FTM. Estas formas contrapuestas de entender la masculinidad condujeron a lo que a veces se ha llamado “guerras fronterizas Butch/FTM” (Halberstam y Hale, 1998).
Este conflicto se articuló en una disputa sobre la identidad de género y la orientación sexual de una persona joven masculina, asignada como mujer al nacer, Brandon (Teena), que fue asesinado en Humbolt, Nebraska, en 1993, cuando se descubrió que era “realmente una mujer”. (Hale [1998a] sostiene que no hay pruebas contundentes de que Brandon utilizara el nombre de Brandon Teena. Sin embargo, se ha convertido en una forma común de referirse a esta persona. Pongo el nombre de Teena entre paréntesis para señalar la naturaleza problemática de esta construcción lingüística). Un artículo en el Village Voice, de Donna Minkowitz, titulado “Love Hurts. Brandon Teena Was a Woman Who Lived and Loved as a Man. She was Killed for Carrying It Off”, llevó a la formación de Amenaza Transexual, un grupo de activistas trans que protestó por la aparente invalidación de la identidad de Brandon como persona transgénero (Prosser 1997, 316).
En la literatura académica surgieron tensiones similares. El innovador ensayo de Judith Halberstam “F2M: The Making of Female Masculinity” (1994) fue objeto de considerables críticas dentro de las comunidades FTM (Halberstam 1998a). El ensayo de Jay Prosser “No Place Like Home: The Transgendered Narrative of Leslie Feinberg’s Stone Butch Blues” (1995) buscó ofrecer una respuesta académica a la invalidación que Halberstam percibía de las identidades FTM.
7.1. Masculinidad femenina
En “F2M”, Halberstam intenta socavar la representación de la transición FTM como una forma más radical que otras de cruce de género (como la presentación de género lesbiana butch) (1994, 212; 1998a, 289). Ella señala el fracaso del esquema estándar (straight/lesbiana/transexual) al momento de dar cuenta de las múltiples y muy específicas formas de identidad y deseo en las “identidades lesbianas posmodernas”. Argumenta en contra de la noción de pasar de una categoría a otra a la luz de la proliferación de tales identidades situadas en supuestos “cruces” (1994, 212). Con esto quiere decir que tales identidades pueden tomarse por derecho propio como reivindicación de formas de estar en el mundo que impugnan las propias categorías dominantes que las situarían como “cruces”.
Halberstam afirma que la intervención quirúrgica en el caso del “cambio de sexo” sirve para “ficcionalizar” el género (es decir, convertirlo o exponerlo como artificial) (1994, 216). Del mismo modo, sostiene que las presentaciones de género alternativas, que implican un atuendo o una fantasía, pueden “ficcionalizar” el género, y que en todos los casos la “ficción” requiere un/a lector/a (221). Estas “ficciones” pueden desempeñar un papel importante en las identidades y el deseo de las personas. El punto es que no hay nada distintivo en la transexualidad FTM para “ficcionalizar” el género. Por el contrario, una lesbiana butch que performa de forma masculina, por ejemplo, también lo ficcionaliza. El “cambio de sexo” y el “travestismo” están en gran medida a la par en cuanto a su importancia central para la identidad y el deseo.
A la luz de este planteamiento, Halberstam señala de manera notoria: “Todas las persona somos transexuales. No hay transexuales” (1994, 212) para subrayar la pluralidad de formas en las que el género (como núcleo de la identidad y el deseo) puede ser “ficcionalizado”. Este intento de socavar la especificidad de la transexualidad FTM suscitó el malestar de algunos círculos FTM y Halberstam atenuó posteriormente su afirmación (1998a, 306). Sin embargo, su objetivo (como explicó posteriormente) era delimitar el espacio para la noción de butch transgénero como una posición que se resiste a un continuo en el que la masculinidad lesbiana butch se representa como menos que la masculinidad plenamente lograda de las personas transexuales FTM (1998a, 289).
7.2. No hay lugar como el hogar
En su respuesta a Halberstam, Prosser contrasta lo que él considera las posiciones opuestas de lo queer y lo trans. No está de acuerdo con la tendencia de la teoría queer a considerar el género/sexo como una performance y, en la obra de Halberstam, como una ficción. (Como se ha señalado, para algunas personas trans, la visión de que el género es irreal o artificial parece anular sus propios intentos de verse como “hombres reales” o “mujeres reales”). Sin embargo, aunque puede haber motivos para alguna demanda política con este planteamiento teórico, Prosser cae en una visión que considera que la presentación masculina de las lesbianas butch es meramente artificial o un juego de género, en contraste con la “realidad” y la “profundidad” presentes en el caso de las personas FTM. De este modo, no diferencia lo suficiente entre las vidas vividas que pueden (o no) describirse como “queer” (por ejemplo, las masculinidades butch) y un punto de partida teórico académico queer/postmoderno (1995, 487). Esto último puede muy bien implicar que se considere todo el género como una performance y la identidad como algo ficcional. Sin embargo, las vidas “queer” (que implican masculinidades butch) no tienen por qué ser vistas de esta manera. Considerar lo butch como artificial y lo transexual como real es negarse a reconocer la relación de muchas personas butch con el género y la identidad.
La estrategia de Prosser para establecer un punto de vista teórico trans consiste en hacer un contraste entre la centralidad de la performance (en la teoría queer) y la narrativa (para las personas transexuales). Señala correctamente una tendencia en la teoría queer posmoderna a plantear cuestiones sobre el papel político de las narrativas (1995, 484). Se puede considerar que dichas narrativas implican la ilusión de una falsa unidad y también pueden implicar una política de exclusión. Sin embargo, las narrativas, según Prosser, son fundamentales para los testimonios de las personas transexuales y dichas narrativas implican la noción de hogar y pertenencia (1995, 488). Esta apuesta por la narrativa parece estar en tensión con una imagen que subraya la fragmentación de las narrativas coherentes en diversas performances y que identifica la subversión con la disrupción de las identidades basadas en la narrativa. Según Prosser, las narrativas coherentes, incluso si en última instancia son ficcionales, desempeñan un importante papel de inteligibilidad en la vida de las personas transexuales. Y esto no se puede ajustar bien a los relatos que pretenden socavar dicha coherencia.
Desde el punto de vista de Prosser, las narrativas transexuales están conducidas por un sentimiento de no sentirse como en casa en el propio cuerpo a través de un viaje de cambio quirúrgico, el que finalmente culmina en un retorno a casa con uno mismo (y con el propio cuerpo) (1995, 490). De este modo, el cuerpo y el malestar corporal constituyen la “profundidad” o la “realidad” que contrasta con la visión de que el cuerpo está sexuado a través del comportamiento performativo del género que lo constituye como el contenedor de la identidad de género. A la luz de esto, Prosser concluye que el uso que la teoría queer hace de las personas transexuales para socavar el género como mera performance, no hace justicia a la importancia de la narrativa y la pertenencia en las identidades trans.
Basándose en el Stone Butch Blues de Feinberg, Prosser sostiene que el transgénero (construido como una desviación de la transexualidad tradicional) también implica una estructura narrativa. En este caso, sin embargo, la narrativa implica hacer un hogar del espacio intermedio entre el hombre y la mujer (1995, 500). Sin embargo, dado que implica algo más que la mera performance (es decir, la disforia en relación con el propio cuerpo), así como la centralidad de la narrativa, debería distinguirse de las comprensiones genéricas de lo queer. Más adelante modifica ligeramente su punto de vista, situando lo transgénero en un espacio liminar entre lo queer y lo transexual, admitiendo mucha más ambivalencia en torno a la noción de hogar y pertenencia (1998, 177).
Si bien Prosser podría tener razón cuando destaca la importancia de las narrativas en las identidades de las personas transexuales y transgénero, no queda nada claro que pueda mantener bastante nítidas las distinciones que pretende establecer entre transexual, transgénero y queer. La estructura narrativa de la identidad (así como las nociones de hogar y pertenencia) pueden ser importantes para muchas personas (incluidas las que se identifican como queer). Y, aunque para Prosser lo distintivo de las narrativas transexuales/transgénero es que implican un sentimiento de falta de pertenencia corporal, no queda claro por qué esa disforia puede no estar presente entre las personas no identificadas como trans. Además, su punto de vista parece dar por sentado que para las personas trans siempre hay un “hogar” al que se puede volver (o, al menos, imaginar). Sin embargo, esto supone que las personas trans tienen los medios para encontrar esta pertenencia (en sus cuerpos, etc.). Sin embargo, dadas las realidades económicas, esto no está nada claro. De hecho, dada la escasez de recursos lingüísticos para explicar siquiera las experiencias trans, no es obvio cómo, en algunos casos, podría formularse siquiera un hogar imaginario.
7.3. Encontrar una voz en las fronteras
La obra de C. Jacob Hale es una especie de intervención filosófica en estas disputas fronterizas. Ofrece una de las primeras teorizaciones acerca de las cuestiones trans desde la tradición analítica. Y, en cierto modo, su perspectiva une las sensibilidades trans, queer y feminista desde un punto de vista distintivo queer, feminista y ftm. (Hale utiliza el término ftm en lugar de FTM como una forma de rechazar el término como una abreviatura de femenino-a-masculino. En cambio, para Hale, es un término específico de la comunidad. Esta reflexión sobre Hale respetará sus decisiones terminológicas). Su trabajo se centra en torno al análisis de las categorías de género.
Hale (1996) examina la polémica afirmación de Monique Wittig (1992) sobre que las lesbianas no son mujeres. (El objetivo de Wittig era revertir el punto de vista heterosexista acerca de que las lesbianas no cuentan como mujeres, argumentando que las lesbianas se salen de la categoría opresiva de mujer que requiere relaciones heterosexuales con hombres). Hale es uno de los primeros en defender la opinión (ahora adoptada por muchas filósofas feministas) de que la categoría mujer es lo que Wittgenstein llamó un concepto de parecido de familia. El concepto mujer, en opinión de Hale, tiene trece características de diferente peso, ninguna de las cuales es necesaria o suficiente para pertenecer a la categoría (1996, 107-12). Esta posición le permite a Hale argumentar, al igual que Wittig, que algunas lesbianas son mujeres, otras no, y que para algunas no existe el hecho de serlo (1996, 115).
En opinión de Hale, la categoría mujer es inherentemente normativa (1996, 104). Las personas que la conforman pueden ser evaluadas en función del grado en el que se ajustan a las trece características. Para Hale, la categoría se rige por ejemplares positivos y negativos. Los ejemplares negativos sirven para proscribir ciertas formas de comportamiento y amenazan con la posibilidad de salirse de la categoría por completo (1996, 105). Sin embargo, aunque la amenaza de salirse de la categoría debe existir para regular la conducta, debido a los requisitos culturales de preservar el sentido común imperante sobre el género, muy pocas personas deben realmente salirse de la categoría por completo (105-6).
De manera similar, Hale sostiene que no existe ninguna característica que pueda distinguir entre personas butch y ftm (excepto, quizás, la mera autoidentificación con las propias etiquetas butch o ftm). No todas las personas ftm se autoidentifican como hombres y no todos las butch se autoidentifican como mujeres, algunas butch se identifican más fuertemente con la masculinidad que algunos ftm, y algunas butch se valen de tecnologías médicas que alteran el cuerpo, mientras que algunas ftm no lo hacen (1998a, 321-2). Hale también critica el “deseo de pene” como línea divisoria entre las butch y las personas ftm (199a, 326-30): este intento borra los complejos deseos de las butch, así como la relación idiosincrática de las personas ftm con sus cuerpos, al tiempo que da cuenta de las distinciones entre butch/ftms de forma falocéntrica. Además, se basa en un modelo de “cirugía de cambio de sexo” que se toma prestado de los contextos masculinos a femeninos (en los que “la cirugía” se identifica con la cirugía genital) y, por lo tanto, promueve aún más la dominación masculina-a-femenina en los contextos trans (329-30). Con esto Hale quiere decir que “la cirugía” se utiliza normalmente para referirse a la cirugía de reconstrucción genital. Sin embargo, la centralidad de una cirugía es especialmente problemática en contextos ftm. La doble mastectomía y la histerectomía son otras cirugías importantes. De hecho, la “cirugía superior” (como se denomina a veces) suele ocupar un lugar más destacado en los contextos ftm.
En cambio, Hale sugiere que ambas categorías se analizarían mejor como conceptos de semejanza familiar (1998a, 323). De ser así, afirma Hale, sería mejor hablar de una zona fronteriza en la que las categorías se solapan parcialmente entre sí antes que buscar una frontera firme entre ambas (323). El modelo le permite a Hale, tal vez en el espíritu de Anzaldúa, hablar de “habitantes de la zona fronteriza”: personas que viven en los límites de múltiples categorías de identidad que se solapan. Sostiene que, dada la evidencia, Brandon (Teena) parece haber sido un habitante de esa zona fronteriza (317-9). Los intentos de reivindicar a los muertos (o a los vivos) que viven en esas zonas fronterizas, argumenta Hale, hacen aún más difícil que esas personas vivan allí (319). Hace más difícil vivir allí al amenazar con eliminar por completo el espacio de la zona fronteriza tratando de obligar a las personas que lo ocupan a entrar en otros marcos. Del mismo modo, los habitantes de las zonas fronterizas pueden verse presionados a reclamar categorías de identidad que no funcionan bien y que amenazan con borrar lo específico de sus experiencias vividas (336). Estas posiciones de sujeto (constituidas por la falta de una categoría de identidad central) son importantes, aunque es difícil hablar de ellas (en parte porque no parece haber ningún lenguaje disponible). Sin embargo, dicha especificidad debe mantenerse, argumenta Hale, en parte mediante el cuestionamiento de la función de las definiciones y las categorías, en parte mediante el esfuerzo artístico que intenta dar voz de forma creativa a las experiencias que no están bien recogidas en el lenguaje disponible (336-7). Hale insta encarecidamente a que se “desmilitaricen” las zonas fronterizas butch/ftm (es decir, que los diferentes “campos”, como la comunidad ftm y la comunidad lesbiana, dejen de intentar reclamar a los habitantes de la zona fronteriza como propios) para dejar sitio a los propios habitantes marginados de la zona fronteriza (340).
Hale amplía su noción de habitante de la zona fronteriza para esbozar lo que podría ser la articulación de una voz feminista ftm (1998b). Se apoya principalmente en la noción de María Lugones de “viajar por el mundo” (Lugones 1987). En su opinión, las personas marginadas por la corriente principal pueden ocupar diferentes “mundos” donde pueden construirse como personas diferentes. (Para Lugones, un cambio en el yo constituye un cambio en el “mundo”). Para Hale, por lo tanto, quienes habitan zonas fronterizas, u ocupan “ubicaciones dislocadas”, pueden encajar en diferentes categorías (“hombre”, “ftm”, “butch”, “genderqueer”, etc.) que corresponden a diferentes “mundos” culturales (1998b, 116-7). Sin embargo, dado que tales habitantes de la zona fronteriza son marginales con respecto a las categorías, su inserción en todos los casos será solo limitada y tenue. De este modo, Hale modifica la concepción de Lugones de los viajes por el mundo (que no postula una inserción tan tenue en las categorías) (117). Por el contrario, la concepción de Lugones insiste en la multiplicidad de lenguajes y sistemas de significado, algo que no se destaca en el modelo de Hale.
Hale argumenta que, dado que muchas personas ftm han tenido la experiencia de vivir como niñas o mujeres, tienen una historia de haberse movido en “mundos” feministas y pueden ser mucho más conscientes de la importancia de las representaciones masculinas, existe una base sólida para querer evitar ciertas formas de masculinidad y, al mismo tiempo, abrazar las que se ajustan a los valores feministas (1998b, 118). Esto requiere, según Hale, mantener los vínculos humanos con las mujeres feministas no trans y viajar a sus “mundos”, sin dejar de reconocerse como habitante de la frontera. Esto es difícil, sin embargo, dados los supuestos de las feministas no trans que no tienen la experiencia de ciertas formas de opresión de género (como la transfobia) (118).
También se requiere cautela con respecto a los tipos de identificaciones que una hace. Para Hale, la identificación como miembro de una categoría implica tanto identificaciones con miembros de ese grupo como identificaciones como no-miembros de alguna otra categoría (119). Puede haber presión, a través de la adopción de la categoría ftm, por ejemplo, para identificarse principalmente con los hombres no trans y desidentificarse con las lesbianas butch. Esta presión, para Hale, debe evitarse (119). La identificación con puede operar independientemente de la identificación como un miembro de la categoría (sobre la base de, por ejemplo, vínculos históricos). La realización de tales identificaciones debe estar guiada por el ejercicio de la agencia moral y política. A la luz de esto, Hale argumenta que las autoidentidades generizadas deben ser secundarias a las identificaciones morales y políticas (120).
8. Solidaridad feminista después de la teoría queer
Después de Butler, ha habido notables contribuciones feministas no trans al estudio de las cuestiones trans, centradas en gran medida en la cuestión de la solidaridad feminista y las identidades trans. En marcado contraste con los trabajos de Raymond y Hausman, estas contribuciones constituyen esfuerzos sinceros por promover la coalición feminista trans y no trans.
8.1. Judíos seculares y mujeres transexuales
Naomi Scheman (1997) estudia el modo en el que ciertas formas dominantes de normatividad necesitan “abyectos otros” que son requeridos pero que resultan imposibles e ininteligibles para los yo normativamente privilegiados. Scheman rechaza las opciones de reclamar un lugar en el centro de las formas de vida normalizadas (de las que una persona ha sido inicialmente excluida) o de negarse a participar en las formas de identidad dominantes (aceptando su estatus “marginal”). En cambio, Scheman pretende cuestionar el centro normativo centralizando a aquellas personas que han sido marginadas (126-7). Para ello, parte de la base de que las vidas marginadas “son vividas y, por lo tanto, vivibles” (132).
Scheman recurre a su propia falta de claridad sobre la identidad judía, como judía secular, para ayudar a poner en tela de juicio el estatus no problemático de su propio género. Ella ve un pueblo judío conceptualmente exigido por la normatividad cristiana y, sin embargo, considerado ininteligible por su representación de todas las religiones como totalmente basadas en la conversión (1997, 128). En estas condiciones, resulta difícil explicar qué es identificarse como judío secular. Del mismo modo, considera que la transexualidad implica una incoherencia necesaria. Dado que la heteronormatividad requiere un binario “natural” de mujeres y hombres, las personas transexuales se definen paradójicamente por la insistencia en haber sido siempre del otro sexo y, por lo tanto, se les exige que nieguen sus propias historias (como argumenta Stone) (138-9). En este sentido, Scheman señala que la normatividad cristiana y la heteronormatividad son contrastantes: la primera representa a todas las religiones como impulsadas por la elección y la conversión, la segunda representa a todos los géneros como determinados naturalmente al nacer (142).
Tanto la “condición de persona judía” como la “condición de mujer”, para Scheman, pueden entenderse como conceptos con un parecido de familia (1997, 144). Sin embargo, aquellos que han sido asignados a la categoría de judío sobre la base de la ascendencia o a un género sobre la base del nacimiento constituyen la base de dichos conceptos, sin los cuales estos no existirían en absoluto (144). Introduce la expresión “perinatalmente rosalizada” para describir a aquellas personas que han experimentado la opresión como mujeres desde su nacimiento y la recomienda como una forma de entender la necesidad de un espacio “mujer-nacida-mujer” que considera destinado a sanar el daño infligido a través de la asignación natal como mujer en una sociedad misógina (141-2).
Sin embargo, al igual que las personas pueden convertirse al judaísmo y volverse judías, sugiere Scheman, se puede entender que las personas MTF se “convierten” a la condición de mujer. En ambos casos, estas personas no son menos reales que quienes tienen asignadas las categorías al nacer (144). Si bien señala varias des-analogías (por ejemplo, en el caso de la transexualidad una persona no elige simplemente, como podría ser el caso de la conversión a una religión), también sugiere que si se considera el sexo/género como algo más análogo a la condición de ser judío en este sentido, se podría socavar parte de su carácter opresivo (145). La noción de unirse a una colectividad es importante, para Scheman, porque subraya la importancia de los vínculos, valores y compromisos compartidos. Al final, esto es lo más importante, argumenta: “La cuestión, entonces, no es quién es o no es realmente lo que sea, sino con quién se puede contar cuando vienen por cualquiera de nosotras: la base sólida no es la identidad, sino la lealtad y la solidaridad” (153).
8.2. El género como relacional
Cressida Heyes continúa con este proyecto feminista no trans de encontrar motivos de solidaridad entre las feministas (no trans) y las personas trans. Siguiendo a Hale, argumenta que la mujer es un concepto con parecido de familia, regulado de diferentes maneras para diferentes propósitos políticos (2000, 84-5). Y siguiendo a Scheman, señala que en algunos casos las diferencias entre las mujeres trans y las no trans (como el hecho de ser “perinatalmente rosalizadas”) puede ser necesario enfatizarlas con fines políticos (93). Ofrece una crítica a las posturas feministas no trans de Raymond y Hausman, a la vez que critica lo que considera tendencias preocupantes en algunas políticas transgénero (como el trabajo de Leslie Feinberg) de adoptar una concepción liberal del yo como atomista (2003). De este modo, trata de encontrar un punto medio, un terreno común.
Heyes argumenta que tanto Raymond como Hausman están atrapadas en una imagen que les impide examinar su propio privilegio de género, al tiempo que excluye la posibilidad de percibir la resistencia trans (2003, 1095). Esta exclusión se consigue asimilando toda la subjetividad transexual a un discurso médico heteropatriarcal sobre la transexualidad (2003, 1095). Utilizando el libro Trans Liberation de Feinberg como ejemplo, Heyes también se preocupa por una política transgénero que dice que la expresión de género individual no debería ser objeto de crítica, restricción u opresión. Observa que el género no es simplemente un estilo estético o la expresión de un yo aislado. Es relacional y a menudo está inmerso en sistemas problemáticos de opresión. Por ejemplo, esto significa que las formas de masculinidad implican interactuar con las mujeres de determinadas maneras. Algunas formas de masculinidad implican misoginia. Lo que significa ser un “hombre real” puede implicar relacionarse con las mujeres de forma hostil y destructiva. Estos comportamientos de género deben ser criticados. Lo que falta en los planteamientos que se limitan a exaltar la libertad de expresión de género, sostiene Heyes, es una rica “ética de la transformación” que distinga entre las transformaciones progresivas de las personas oprimidas y marginadas y las formas hegemónicas (es decir, dominantes, opresivas) de género que solo fomentan la opresión y la marginación (2003, 1111-3).
8.3. Analogías de raza/sexo
Heyes también analiza el uso de la analogía sexo/raza en las preguntas sobre la transexualidad y un hipotético “transracialismo”. Recordemos la pregunta retórica de Raymond: “¿Un negro que quiere ser blanco padece la “enfermedad” de ser un “transracial”?”. Esa pregunta pretende demostrar que, puesto que el “transracialismo” es política y moralmente sospechoso, también lo es la transexualidad. Christine Overall, por el contrario, sostiene lo opuesto de lo que afirma Raymond, es decir, que quienes aceptan la moralidad de la transexualidad deberían aceptar también la moralidad del “transracialismo” (2004).
Heyes observa que la afirmación de Raymond de que “no hay demanda de intervenciones médicas transraciales precisamente porque la mayoría de los negros reconocen que es su sociedad, y no su piel, lo que hay que cambiar” [1994, xvi] es en realidad empíricamente falsa (2003, 1102). Existen procedimientos cosméticos cuyo objetivo es modificar los rasgos étnicos o raciales (por ejemplo, tratamientos para alisar el pelo, operaciones de nariz, cirugía de párpados). Heyes hace referencia al uso que hace Raymond de la analogía sexo/raza para descartar a los transexuales como “caprichosos o apropiadores” (2006, 269). La analogía se utiliza, según Heyes, como base para evaluar las motivaciones y la política de las personas que cambian de identidad de una forma que supone, de manera problemática, que dichas motivaciones pueden estar basadas en una “evaluación política transparente de sus beneficios e inconvenientes” (ibíd.).
Heyes afirma que, si bien Overall ofrece un análisis mucho más matizado, sigue tratando la raza y el sexo de una manera que se abstrae de las condiciones históricas y asume que dicha historia es irrelevante para la evaluación ética (2006, 269-70). En particular, Heyes sostiene que al establecer analogías entre la raza y el sexo existe el peligro de no prestar suficiente atención a las historias contrastantes de la raza y el sexo. Por ejemplo, dado que el sexo se ha considerado un hecho ontológico fundamental en un esquema binario, se dan las condiciones para la posibilidad del cambio de sexo, así como para el discurso transexual medicalizado que reinscribe este binario básico y ontológico (2003, 1102; 2006, 2006, 277). Por el contrario, aunque la raza también ha sido considerada como una categoría natural, existe otro discurso racial que la entiende como una característica superficial bajo la cual los seres humanos son todos iguales. Esto, junto con la falta del mismo binario estricto, no proporciona las mismas condiciones que harían del “transracialismo” una posibilidad similar (2003, 1103).
Heyes señala el papel histórico desempeñado por la herencia en la determinación de la raza (pero no del sexo). Ella argumenta que esto mitiga la posibilidad del “transracialismo” de una manera que no se da en el caso del sexo (2006, 271). En relación con esto, el cambio de raza se asocia históricamente con el “pasar a”, lo que dejaría a cualquier “transracialista” sujeto a acusaciones de “pasar a” de una forma que no se da en el caso del cruce sexual (272). Heyes señala, pues, que quienes promueven los procedimientos cosméticos que cambian los rasgos étnicos o raciales se cuidan de evitar las cuestiones relacionadas con la traición racial, haciendo hincapié en la autoexpresión y la estética individuales (273-4). Por el contrario, argumenta Heyes, dado que el sexo no se considera hereditario, la posibilidad del cambio de sexo ha sido más viable. De hecho, el sexo contemporáneo debe entenderse como parcialmente constituido por la historia de los desarrollos tecnológicos en la modificación del sexo (del mismo modo que el “pasar a” ha constituido parcialmente la raza), lo que ha permitido precisamente dicho cambio de sexo dentro del discurso de la patología y la identidad interna de género (277).
8.4. Identidades aspirantes
Al considerar la metafísica de la transición de sexo/género (es decir, la transición de hombre a mujer o de mujer a hombre), Christine Overall (2009) critica dos planteamientos al respecto. Ambos coinciden en que, en cierto modo, no existe ningún cambio de sexo/género. Una persona sigue siendo el sexo/género que siempre fue. A ambas las llama “hipótesis de la mascarada” (12). En la primera versión, adoptada normalmente por (algunas) personas no trans, la persona trans que transiciona de un sexo/género a otro se limita a ponerse una máscara o a realizar un simulacro que oculta lo que siempre ha sido (la “verdadera persona”). En tal versión, la persona trans es representada como engañosa o ilusa. En la segunda versión, adoptada normalmente por (algunas) personas trans, la persona trans que transiciona simplemente se convierte en lo que siempre ha sido, quitándose una especie de máscara corporal que no expresa lo que es “por dentro” (la “verdadera persona”). En ambos casos, el sexo/género es invariable. En lugar de cambiar de sexo/género, una persona entra en el estado de máscara o sale de él. Overall sostiene que tanto el engaño como la mascarada se aplican de forma inverosímil a las diversas vidas de todas las personas trans y, de hecho, son desmentidos por las vidas de muchas personas trans (13-14). Rechaza el segundo planteamiento de la mascarada porque se basa en una metafísica sospechosa (14-18).
En cambio, según Overall, deberíamos entender la transición de sexo/género como algo análogo a “otras aspiraciones de transformación personal y autorrealización que cambian la vida y la mejoran” (19). Algunos de los ejemplos que da son: convertirse en inmigrante, unirse a un programa de doce pasos para dejar el alcohol, unirse a una religión o convertirse en madre. “Algunas metas y aspiraciones”, escribe Overall, “son profundamente sentidas y tienen un valor central para determinadas personas, y son esas metas y aspiraciones las que proporcionan los impulsos dominantes de la persona” (19). En vez de las dos visiones de la mascarada, propone que veamos la transición de sexo/género como un cambio real de sexo/género. Lo que permanece constante no es un yo de género reificado. Por el contrario, la persona “persiste en la medida en la que su forma de ser, después de la transición, es deseada y buscada activamente por su yo anterior, de modo que la forma de ser después de la transición surge del yo anterior, es generada por el yo anterior y puede ser entendida en términos de características del yo anterior” (20).
Una consecuencia desafortunada de este punto de vista es que un hombre trans (por ejemplo) no puede afirmar sinceramente que es un hombre antes de la transición. No cabe duda de que ser un hombre es una parte fundamental de su identidad tanto antes de la transición como después, ya que convertirse en un hombre es una aspiración que cambia la vida y que se realiza posteriormente. Por lo tanto, su testimonio es significativamente diferente del primer planteamiento de la mascarada, en el sentido que se toma en serio las identidades trans, considerándolas como una lucha por un tipo de autenticidad. Pero su pretensión de ser un hombre (o varón) antes de la transición sigue siendo falsa. Para ver esto con más claridad, consideremos que, en la medida en la que Overall (2009) define efectivamente el sexo en términos de genitales (11), se deduce que un hombre trans que no se ha sometido a una faloplastía no ha cambiado todavía su sexo (y sigue siendo, por lo tanto, hembra, y posiblemente todavía una mujer). El problema es que, en parte debido a su costo, muchos hombres trans deciden no someterse a este tipo de cirugía. No obstante, pueden seguir considerándose hombres (e incluso machos). Esto deja abierta la posibilidad de que vuelva a surgir la acusación de autoengaño o autodecepción a pesar del intento de Overall de evitarlo.
Overall (2012) utiliza su concepción de la transición de género/sexo como aspirante, para socavar la visión de que las personas trans y cisgénero son muy diferentes entre sí. Su objetivo no es eludir las formas de violencia y discriminación a las que están sometidas las personas trans por serlo, sino cuestionar la idea de que ser cisgénero es normal, mientras que ser trans es desviado (252-3).
Ella distingue entre identidades adquiridas y aspirantes. Las primeras se asignan o se ganan de tal manera que no se requiere ningún trabajo adicional para mantenerlas (255). Por ejemplo, ser madre biológica es una identidad adquirida. La identidad aspirante, por el contrario, requiere un trabajo constante para mantenerla (256). Por ejemplo, ser madre (como cuidadora de uno o más hijos) requiere un mantenimiento constante. Overall sostiene que la identidad de género (con la que se refiere a las categorías sociales niño/hombre y niña/mujer) es aspirante por naturaleza. “Una persona puede aspirar a ejemplificar un género a través del mencionado estilo corporal, la autopresentación y las actividades generizadas, todo lo cual debe ser permanente para que se mantenga la identidad de género” (256-57). También afirma que el propio sexo puede estar convirtiéndose en una identidad aspirante (al menos para algunos), en la medida en la que tanto las personas cis como las trans buscan la cirugía y otros procedimientos médicos (por ejemplo, la terapia hormonal) para alterar o aumentar las características sexuales de sus cuerpos (258).
A continuación, Overall sostiene que las personas trans y cis tienen las siguientes características en común (en lo que respecta a la identidad aspirante). Ambas están inmersas en un sistema de mantenimiento compulsivo del género; ambas están sujetas a restricciones en cuanto a la forma en la que sus identidades de género son mantenidas, a la vez que se les ofrecen diversas oportunidades para expresar sus identidades; ambas están sujetas a diversos peligros relacionados con el mantenimiento del género (por ejemplo, las personas trans pueden ser objeto de violencia transfóbica por “tergiversar” su estado genital, mientras que las mujeres cis pueden ser objeto de violencia por su presentación de género); y por último (y en contra de una supuesto común), ambas pueden experimentar formas de continuidad y discontinuidad en sus aspiraciones de género. Por ejemplo, una persona trans puede albergar aspiraciones de género de ser niña/mujer durante la mayor parte de su vida, mientras que una mujer cis puede, como consecuencia del feminismo, alterar sus aspiraciones de mujer. De este modo, Overall continúa este proyecto feminista no trans de encontrar motivos de solidaridad entre las feministas no trans y las personas trans.
9. La fenomenología de la corporeización trans
El trabajo de Gayle Salamon (2010) se refiere a la fenomenología de la corporeización generizada y, en particular, a las experiencias trans de disonancia entre el “cuerpo sentido” y la apariencia externa del cuerpo. Vuelve a revisar la disputa entre Judith Butler (quien afirma que el yo generizado es socialmente construido) y las/los teóricas/os trans, como Jay Prosser (1998), quien en lugar de tomar la transexualidad como evidencia de la constructividad del género, la señala como evidencia de algo que trasciende dicha construcción (1998, 7 y 65). Además de argumentar que Prosser malinterpreta tanto a Freud como a Didier Anzieu (2010, 39-40), Salamon defiende la implausibilidad de considerar la conciencia propioceptiva del cuerpo como algo culturalmente trascendente. Sostiene que el cuerpo postulado en tal visión es en última instancia irreconocible como humano (88). En su opinión, “las mismas fuerzas sociales que constituyen un cuerpo como culturalmente legible o ilegible, también dan forma a los mismos sentimientos de corporeización que parecerían ser los más personales, los más individuales y los más inmunes a los mandatos reguladores” (77).
Basándose en el trabajo de Schilder (1950), Salamon considera que la imagen corporal de una persona no es innata, sino que se construye a lo largo del tiempo mediante el contacto con el mundo a través de la experiencia (incluidas las interacciones con otras personas). A la luz de esto, Salamon argumenta que la falta de ajuste entre la sensación del cuerpo y la apariencia externa del cuerpo experimentada por algunas personas trans es, de hecho, omnipresente —relevante para las personas trans y no trans por igual: “La producción del propio género normativo”, escribe, “se basa en una disyunción entre la ‘sensación sentida’ del cuerpo y los contornos corporales del cuerpo y… esta disyunción no tiene por qué verse como una estructura patológica” (2010, 2)—.
Sin embargo, no queda claro cómo una explicación ambiental de este tipo puede explicar la génesis de las experiencias trans de corporeización “errónea”. Consideremos que no todas las mujeres trans poseen una identidad consciente de ser mujer (o niña) desde una edad muy temprana, y no todos los hombres trans poseen una identidad consciente de ser hombre (o niño) desde una edad temprana. Imaginemos, pues, a una mujer trans que ha sido educada para verse a sí misma como hombre y para seguir las normas de género “adecuadas”. Esta persona debería, según el criterio ambiental, desarrollar una imagen corporal que se describiría más o menos como “macho”. Ya que, de acuerdo con las normas de género externas y la identidad de género interiorizada, esta persona habrá tenido, por lo general, los tipos de experiencias mundanas interactivas que se esperaría que produjeran dicha imagen. Por lo tanto, si esa imagen es incongruente con el género asignado, no debe haberse desarrollado de esa manera ambiental.
Sin embargo, además de poseer una percepción interna del propio cuerpo, también se tiene una inversión afectiva en él. Es decir, una se interesa por él y tiene fuertes emociones respecto a él. Salamon escribe: “Sin esa inversión, nuestra relación con nuestros cuerpos es de extrañeza despersonalizada: mi sentido del “ser-mío” de mi propio cuerpo —y, sobre todo, incluso mi sentido de su coherencia— depende de esta inversión narcisista” (2010, 42). Esto brinda una forma de ir más allá de las limitaciones de la experiencia ambiental (socialmente regulada) en la medida en la que tales actitudes afectivas no están sujetas al mismo tipo de restricción mundana.
Sin embargo, el desafío es explicar esta inversión de manera que no se reduzca a la sexualidad o a formas de erotismo. Expresiones como la inversión libidinal de Schilder tienen fuertes connotaciones sexuales. Y la preocupación es que apelar a tales nociones reduciría las experiencias trans de disforia corporal a sentimientos sexuales. Esto es especialmente preocupante a la luz de la antigua tendencia (como señala Salamon, 2010, 45) de construir la transexualidad en términos de deseo sexual, a reducir la identificación género-cruzado a una especie de fetiche sexual y a eludir la disforia corporal de género trans como un fenómeno discreto. Desafortunadamente, en su análisis de esta cuestión, Salamon apela a la noción de Butler del imaginario morfológico, que en realidad parece privilegiar lo sexual. Lo que queda por explicar —una grave laguna— es la inversión afectiva no sexual en el cuerpo generizado que presumiblemente debe fundamentar la disyunción entre la sensación sentida del cuerpo generizado y el cuerpo visual en los casos de disforia corporal trans.
Sin embargo, en su propio planteamiento sobre el deseo sexual, Salamon es notablemente cuidadosa al evitar reducir la transexualidad al erotismo. En su lugar, se interesa simplemente por dar cabida a las experiencias trans de la sexualidad de una manera que no sea invalidante (2010, 45). Salamon se basa en las nociones de Merleau-Ponty sobre el esquema sexual y la transposición. Al experimentar el deseo sexual, una persona se orienta hacia un objeto de deseo. En la transposición, el propio cuerpo (que “alberga”) el deseo sexual viene a ser sustituido por (o en realidad se convierte en) el propio deseo. Salamon ilustra el punto de la siguiente manera. Cuando tengo sed y extiendo la mano para coger un vaso de agua, “mi brazo, sin doblar y extendiéndose, ya no es el lugar de mi sensación, sino que se convierte en el gesto a través del cual me dirijo al otro. El brazo es el conducto del deseo, pero no la sede de su sensación” (54).
En el planteamiento de Salamon, lo importante no es la parte del cuerpo en sí, sino su papel en el deseo sexual, y este proceso de transposición: “La articulación entre el deseo y el cuerpo es el lugar de la sexualidad, y esa articulación puede ser un pene, o algún otro falo, o alguna otra parte del cuerpo, o una región del cuerpo que no está individuada en una parte, o un auxiliar corporal que no está orgánicamente unido al cuerpo” (2010, 51). De esta manera, la apelación de Salamon a Merleau-Ponty es similar a la noción de Butler del imaginario morfológico con respecto al papel de lo erótico en la incorporación de la parte a través de una forma de sexualidad (o, en realidad, toda la forma de ser hacia otro). Sin embargo, el análisis de Salamon le permite mostrar cómo el “sentido interno del género” de una persona puede ser capaz de ser atestiguado por otros en el mundo. Porque en lugar de hablar simplemente de un sentimiento interno, estamos hablando de formas de estar/ser en el mundo, en interacción con otros/as.
10. Hacia un trans/feminismo
Muchas mujeres trans, por ser women, conocen bien los mecanismos del sexismo y la violencia sexual. Es más, en ocasiones el sexismo y la transfobia pueden mezclarse inseparablemente. Por ejemplo, algunas mujeres trans pueden encontrarse a veces con que se las representa estereotipadamente como prostitutas por el simple hecho de ser vistas como mujeres trans. Teniendo en cuenta estas consideraciones, una postura transfeminista podría implicar considerar la opresión de las mujeres trans como punto de partida. Varias escritoras han esbozado posiciones “transfeministas” distintivas.
10.1. Un manifiesto transfeminista
Emi Koyama define el transfeminismo como “principalmente un movimiento de y para las mujeres trans que consideran que su liberación está intrínsecamente ligada a la liberación de todas las mujeres y más allá” (2003, 244). Para Koyama, el transfeminismo “defiende tanto a las mujeres trans como a las no trans, y pide a las no trans que defiendan a su vez a las mujeres trans”, acogiendo así la política de coalición feminista (ibíd.). Algunas de las cuestiones que preocupan al transfeminismo, para Koyama, son la imagen corporal, la violencia contra las mujeres y la salud y la elección reproductiva.
Koyama profundiza en el debate sobre las tensiones, identificadas por Heyes, entre la libertad de expresión de género (por un lado) y la preocupación por las implicancias políticas del género entendido como relacional (por otro). Aunque Koyama pide a las mujeres trans que eviten la adopción de formas sexistas de género y que rechacen cualquier apelación tradicional a una identidad de género esencializadora, también reconoce que las mujeres trans pueden encontrarse en situaciones en las que la adopción de formas tradicionales de género es necesaria para garantizar el acceso a las tecnologías médicas, la legitimación como “mujeres reales” y la prevención de la violencia transfóbica mediante haciéndose pasar (como no trans) (2003). Le preocupa la exigencia purista de que una mujer trans erradique todos los estereotipos de género en una sociedad en la que dichos estereotipos están muy presentes. En su lugar, insiste en la prioridad de una política de coalición a mayor escala, dejando que las mujeres en forma individual tomen sus propias decisiones personales sobre cómo negociar el género, libres de juicios sobre quién cuenta y quién no como feminista (2003).
Koyama también aborda las cuestiones de la exclusión trans en la política de “mujeres nacidas mujeres” del Michigan Womyn’s Music Festival. Koyama critica los esfuerzos de algunas mujeres trans postoperadas por aceptar una política de “compromiso” que habría admitido solo a mujeres trans postoperadas. Dicha política, argumenta Koyama, favorecería injustamente a las mujeres trans con mayores recursos económicos y, en consecuencia, es clasista y racista (2006, 700). Koyama también argumenta que, incluso si es cierto que las mujeres no trans requieren su propio espacio, esto no excluye la admisión de las mujeres trans en el festival, ya que mientras las mujeres de color tienen un espacio especial de exclusión en el terreno, esto no supone que las mujeres blancas no puedan entrar en el festival en absoluto (701). Además, señala Koyama, ese espacio especial para las mujeres de color no excluye a las mujeres de color que pueden pasar por blancas (y, por lo tanto, recibir ciertos privilegios) (701). De hecho, Koyama sostiene que la exclusión de las mujeres trans es intrínsecamente racista en la medida en la que utiliza las diferencias de experiencia para excluir a las mujeres trans, una política que solo puede tener sentido si se presupone que la solidaridad feminista requiere una experiencia compartida monolíticamente (704).
10.2. Manifiesto de las mujeres trans
Otra versión de la política transfeminista ha sido elaborada por Julia Serano, que distingue entre el sexismo tradicional (que ella considera que es la creencia de que los hombres y la masculinidad son superiores a las mujeres y la feminidad) y el sexismo de oposición (que ella concibe como la creencia de que el hombre y la mujer, junto con la masculinidad y la feminidad, constituyen categorías exclusivas) (2007, 12-3). Serano acuña la expresión trans-misoginia para referirse a las formas de discriminación que afectan específicamente a las mujeres trans y que tienen como objetivo principal su feminidad percibida (13). Por ejemplo, Serano señala las formas en las que algunas mujeres trans son representadas en los medios de comunicación ya sea como impostoras sexualmente depravadas o como falsas patéticas y risibles (36). En opinión de Serano, estas representaciones se derivan en gran medida de un enfoque sexista de la presentación femenina de las mujeres trans y de la tendencia a considerar la feminidad como algo artificial (43-44). Serano también argumenta provocativamente que la devaluación de los hombres femeninos es una forma distintiva de sexismo tradicional que ella llama “afemimanía” (129, 287).
Serano postula la existencia de un “sexo subconsciente” para captar la noción tradicional de identidad de género sin necesidad de una conciencia inicial del “cuerpo equivocado” que, según sugiere, tiene una base biológica y se limita en gran medida al cuerpo y no al papel social (78-82). (De este modo, su noción hace eco de la apelación de Prosser al “ego corporal”). Serano emplea el término cisexualismo para indicar la ventaja de aquellas personas para las que el sexo biológico y el sexo subconsciente están alineados. El término cisgenerismo, por el contrario, indica la suposición de que los hombres deben ser masculinos y las mujeres deben ser femeninas (donde la masculinidad y la feminidad están constituidas por el conjunto de atributos normalmente asociados con los hombres y las mujeres, respectivamente) (90). Serano adopta la postura de que, si bien algunas formas de feminidad pueden ser instituidas socialmente, muchos atributos femeninos también pueden tener una base biológica. Escribe:
Habría que tener una visión bastante sombría de la población femenina para creer que a la mayoría se le puede “lavar el cerebro” o “coaccionar” para que adopte con entusiasmo un conjunto de expresiones de género totalmente artificiales. De hecho, parece incomprensible que tantas mujeres puedan gravitar tan activamente hacia la feminidad a menos que haya algo en ella que resuene con ellas a un nivel profundo. (2007, 339)
Es preocupante, sin embargo, que Serano subestime el grado y la profundidad de la subordinación femenina, así como su fracaso teórico a la hora de distinguir entre la “resonancia personal” y la aquiescencia social forzada. En opinión de Serano, muchas feministas (no trans) han realizado valoraciones negativas de la feminidad (considerándola estrictamente un artificio impuesto) y, por tanto, se han implicado en una forma de sexismo. De hecho, Serano afirma que cualquier crítica feminista a la feminidad trans es inherentemente antifeminista:
En otras palabras, cuando criticamos cualquier género como “bueno” o “malo”, estamos siendo sexistas por definición. Después de todo, ¿no es en primer lugar nuestra frustración por el hecho de que otras personas a menudo colocan significados y valores más bien arbitrarios en nuestros cuerpos sexuados, expresiones de género y sexualidades lo que nos lleva a muchas personas al feminismo y al activismo queer? (2007, 360)
Si bien Serano puede tener razón al plantear su preocupación por las formas en las que el comportamiento de las mujeres trans se ha juzgado indebidamente, una posición que no permite ningún análisis del comportamiento de género políticamente problemático parece perjudicar seriamente a la fuerza crítica del feminismo. La cuestión central es que Serano no ve el género como algo fundamentalmente relacional. Esto le permite ver el género como algo que todo el mundo debería ser libre de expresar de la manera que quiera (sin que se juzgue como “bueno” o “malo”). Sin embargo, una vez que el género se considera relacional, parece totalmente apropiado plantear preocupaciones feministas sobre ciertas formas de masculinidad que implican tratar mal a las mujeres y ciertas formas de feminidad que implican aceptar un mal trato. Una vez que se reconoce que el género es relacional (es decir, que conlleva el trato de personas de otro género de determinadas maneras), puede ser objeto de una evaluación ética (por ejemplo, “que el comportamiento de género implique hacer daño a las personas”). Por el propio bien de las mujeres trans y su seguridad, una intervención transfeminista de este tipo es sin duda apropiada.
Para ser imparciales, Serano no deja de señalar las relaciones sexistas entre hombres y mujeres. De hecho, ofrece una rica descripción de la sexualización de las mujeres trans (2007, 253-262). Sin embargo, en su opinión, estos rasgos relacionales negativos que se atribuyen a la feminidad se derivan de la interpretación y evaluación inadecuadas de la feminidad, más que de la feminidad en sí misma. Dicho esto, la dificultad estriba en cómo distinguir la feminidad abstraída de tales significados sociales relacionales. Incluso si un proyecto como este fuese posible, parece bastante claro que las feministas están preocupadas precisamente por las formas dañinas de la masculinidad y la feminidad que están profundamente implicadas en los sistemas de significado social. Y parece injusto acusar a las feministas que se preocupan por esas formas de sexismo de ser ellas mismas sexistas, interpretándolas como si evaluaran negativamente alguna forma culturalmente abstracta de feminidad.
10.3. Personas engañadoras malvadas o simuladoras
Talia Mae Bettcher (2012a; 2013; 2014) se opone tanto a la versión tradicional de la transexualidad basada en el cuerpo equivocado (en la que la identidad de género se considera innata, y que supuestamente determina el sexo “real” de la persona) como a la visión más reciente, más allá del binario, que surgió con la nueva política transgénero de los años noventa. Afirma que ambas visiones invalidan las identidades trans: la primera, al invalidar las autoidentidades de las personas trans que no consideran que sus genitales son incorrectos; la segunda, al representar a todas las personas trans como problemáticamente posicionadas con respecto al binario (2013, 53). Además, ambos planteamientos fracasan en sus propios términos. Mientras que la política más allá del binario tiende a marginar a las personas trans que se posicionan dentro del binario y, por lo tanto, fracasa como explicación completa de la opresión y la resistencia trans (2014, 387), el planteamiento del cuerpo equivocado no garantiza las reivindicaciones de la identidad trans de pertenecer a sus categorías de género preferidas (por ejemplo, ella argumenta que, según el significado dominante de mujer, una persona MTF que se ha sometido a una cirugía de reconstrucción genital es, en el mejor de los casos, un caso difícil (posiblemente un hombre debido a los cromosomas, posiblemente una mujer debido a los genitales) (2014, 386). El objetivo de Bettcher (2012a, 2014), por tanto, es proporcionar un discurso sobre la política trans que no margine a las personas trans que se sitúan dentro del binario y que fundamente con éxito sus reivindicaciones de autoidentidad.
En lugar de intentar justificar las reivindicaciones de la autoidentidad trans, Bettcher (2012a) sostiene que dichas reivindicaciones deberían aceptarse como presuntamente válidas a modo de punto de partida de la teoría y la política trans (245-6). Adopta el punto de vista general de que (muchas) personas trans tienden a oponerse a los significados de los términos y prácticas de género dominantes. En muchas subculturas trans, argumenta, el significado de términos como mujer y hombre se altera de modo que tanto los hombres como las mujeres trans resultan ser instancias paradigmáticas de hombres y mujeres respectivamente (241). Por ejemplo, la posesión de cromosomas XY no se considera en contra de la reivindicación de la feminidad de la mujer trans en la medida en la que una mujer trans es un tipo de mujer que tiende a tener cromosomas XY. Como consecuencia de esto, una persona MTF puede considerarse como hombre en la cultura dominante mientras que puede considerarse como mujer en una subcultura trans resistente (242). Más profundamente, sostiene Bettcher (2009, 110-12), el cambio de significado implica no solo una expansión de la categoría, sino también un cambio de uso, que se refleja en la gramática de las afirmaciones en primera y tercera persona. Ya no se trata simplemente de si la categoría se predica verazmente respecto al objeto en cuestión. En su lugar, hay una declaración de género en primera persona y en tiempo presente. Por ejemplo, la afirmación “Soy una mujer trans” puede ser una declaración de un sentido profundo de “quién es una” (es decir, de los valores y compromisos más profundos de una) donde las declaraciones de género anulables se toman presuntamente como autorizadas (2009, 110-12). El conflicto político, en cualquier caso, se enmarca en términos de formaciones culturales que compiten entre sí, en las que la dominante posee el poder institucional y la capacidad de imponer un modo de vida y una forma de ver el mundo, independientemente de los costes personales de las personas trans implicadas y de las prácticas sociales subculturales que contribuyen a dar sentido a sus vidas (2009, 115; 2012, 243; 2013, 53-54; 2014, 388-90). (Una ausencia notable, desde este punto de vista, es la explicación de cómo se motiva a las personas trans a realizar la transición y a ocupar estos espacios culturales trans en primer lugar. Es decir, no se explica la disforia de género subyacente).
Bettcher caracteriza la naturaleza de la opresión trans en gran medida en términos de una forma de transfobia que ella, en trabajos anteriores, denomina Negación Básica de la Autenticidad (BDA) (2006b, 181) y, en trabajos posteriores, imposición de la realidad (2013, 58-9; 2014, 392). En este tipo de transfobia, la invalidación de la identidad de los hombres y mujeres trans se sitúa en los discursos sobre la apariencia, la realidad, la exposición, el descubrimiento y el engaño. Por ejemplo, una mujer trans puede ser vista como “realmente un hombre disfrazado de mujer”. Es importante destacar que, para Bettcher, la invalidación está relacionada con formas de verificación genital. La verificación genital explícita implica exponer o tocar literalmente a la persona trans de forma inapropiada para determinar “lo que realmente es”. La verificación genital implícita implica preguntas y afirmaciones eufemísticas (“¿Te has operado?” “¿Eres hombre o mujer?”). La verificación de la realidad adopta dos formas dadas por las posibilidades de que la persona trans sea visiblemente trans o pase por no trans. En este último caso, las personas trans pueden ser vistas como engañosas (cuando están “expuestos”), mientras que en el primer caso pueden ser vistas como un juego de simulación inofensivo. En cualquier caso, afirma, las autoidentidades trans quedan invalidadas (2007, 50-51).
Bettcher sostiene que una explicación de la transfobia que apela únicamente a la imposición de un binario estricto hombre/mujer no puede dar cuenta de la aplicación de la realidad y conduce a una visión restringida y problemática de la política trans. Estas invalidaciones de la identidad no suelen implicar una perplejidad por parte del transfóbico sobre cómo posicionar categóricamente a la persona trans. Por el contrario, las personas trans son vistas como “realmente hombres” o “realmente mujeres” (2006b, 184-7). Además, critica la política de visibilidad transgénero. Ya que, dado que la imposición de la realidad siempre produce un doble-vínculo, Bettcher argumenta que esta política no siempre es prometedora. De hecho, si resulta imposible que las personas trans digan la verdad porque cualquier cosa que hagan (“pasar” como no trans o “salir del armario” como trans) da lugar a la opinión de que son engañadoras o simuladoras fraudulentas, entonces, en primera instancia, parece que no es posible decir la verdad (2006b, 188-90, 195). De ser así, la exigencia de “decir la verdad sobre una misma” parecería estar fuera de lugar.
Bettcher argumenta que al reconocer la imposición de la realidad y las respuestas que se resisten a ella, se puede mitigar mejor el conflicto percibido (discutido previamente en esta sección) entre las teorías que reducen el género a una construcción social y la necesidad política de tomar en serio las identidades trans que reclaman la realidad del género. En la medida en la que la imposición de la realidad tiene peso, las personas trans son inevitablemente construidas como fraudes o falsificaciones (2006b, 194). Pero la afirmación general de que todo género se construye socialmente simplemente no aborda las formas específicas en las que las personas trans son construidas como fraudulentas. Bettcher argumenta que una vez que reconocemos la imposición de la realidad, las personas trans que impugnan dicha invalidación reivindicando la realidad del género también pueden ser vistas como resistentes a la opresión transfóbica, socavando así la tendencia (presente en Butler) de descartar a dichas personas como meramente reaccionarias o conservadoras en materia de género (2014, 397-99). De hecho, el propio Planteamiento del Cuerpo-Equivocado la puede verse como una respuesta a la imposición de la realidad a través de una especie de inversión en la que el cuerpo se ve ahora como la apariencia engañosa que esconde la verdadera identidad de género oculta (2014, 399-404).
Una tesis central en el planteamiento de Bettcher es que la imposición de la realidad se explica por el hecho de que la presentación de género (tomada como “apariencia”) significa literalmente el sexo físico y, en particular, el estado genital (tomado como “realidad profunda”). Si es cierto que las personas trans que “desalinean” la presentación de género con el cuerpo sexuado son engañadoras o simuladoras, entonces las que alinean “correctamente” la presentación con el cuerpo dicen la verdad. A la luz de esto, Bettcher argumenta que existe una relación de representación entre la presentación de género y el cuerpo sexuado (2007, 52-3). Bettcher llama la atención sobre la ironía de que el atuendo esté destinado a ocultar las “partes privadas” de una, mientras que también sirve para revelar simbólicamente lo que es privado (2007, 53). En la medida en la que es invasivo exigir información corporal privada a una persona completamente desconocida, argumenta, un sistema, impuesto por la violencia, que requiere la revelación del estado genital, es inherentemente abusivo. A la luz de esto, argumenta, la aplicación de la realidad está intrínsecamente ligada al abuso sexual (2006a, 205-6).
Bettcher introduce la noción de condición de persona íntima (2012b) para esclarecer aún más la imposición de la realidad y su fundamento en la presentación del género como representación genital. Desde este punto de vista, las personas nos son dadas a través de formas de acceso sensorial (y discursivo) que admiten la cercanía interpersonal (intimidad) y la distancia (324). Este acceso, argumenta, y por lo tanto la propia condición de persona íntima, requiere la existencia de límites interpersonales normativos en el acceso sensorial a los cuerpos, mientras que la estructura real de los límites es culturalmente contingente (325). En nuestra cultura, la desnudez como posibilidad social y forma de autopresentación, sostiene, está tan construida socialmente como la presentación (pública) del género (322). Está determinada por la sujeción de los cuerpos a los límites de privacidad y decencia diferenciados por sexo, que protegen tanto al objeto como al sujeto del acceso sensorial y que proporcionan la justificación subyacente para la ocultamiento público (322-3). Los pezones femeninos, por ejemplo, están sujetos a los límites del acceso sensorial, mientras que los masculinos no. Además, mientras que el hecho de que un hombre vea los genitales de una mujer puede constituir una violación de su intimidad, el hecho de que una mujer vea los de un hombre puede implicar que este cometa un delito de indecencia contra ella (327). Así, en su opinión, al igual que existen dos formas de presentación pública del género, también existen dos formas de desnudez diferenciadas por sexo (326), y su tesis central de que la presentación del género comunica el estado genital se convierte en la perspectiva más refinada de que la presentación de género vestida representa la presentación del género desnuda a través de medios eufemísticos (329-330).
Bettcher sostiene que esta relación de representación de género-genital forma parte de un sistema de comunicación no verbal más amplio que se utiliza en la sexualidad heterosexual manipuladora. Por ejemplo, el atuendo femenino se ha utilizado para justificar la violación en las argumentaciones de “ella se lo buscó”. En opinión de Bettcher, la presentación del género como representación genital forma parte de este tipo de “comunicación” sexual: una de las razones de la comunicación del estatus genital es asegurar una sexualidad heterosexual manipuladora (2007, 56). En particular, esto genera dificultades específicas para las mujeres trans que surgen en las intersecciones del sexismo y la transfobia. Por ejemplo, una mujer trans que se hace pasar por no trans puede ser objeto de un escrutinio sexualizado (lo que aumenta sus posibilidades de ser “leída”) (2006a, 207). Además, el mismo comportamiento que la abre a las manipulaciones de doble vínculo de la sexualidad (hetero), puede aparecer necesariamente con el fin de evitar ser expuesta como una “engañadora” (2006a, 207).
Bettcher señala las formas en las que se entrecruzan la ideología racista, la violación y la acusación racista de violación. Considera la violación de mujeres negras por parte de hombres blancos y el linchamiento de hombres negros (justificado mediante la falsa acusación de haber violado a mujeres blancas) como tácticas históricas de subordinación racial. Bettcher sostiene que, puesto que la imposición de la realidad está implicada en relaciones más amplias de violencia sexual y puesto que dicha violencia se ha entrelazado con la injusticia racial, la imposición de la realidad está igualmente basada en la opresión racial (2007, 57). De hecho, Bettcher sugiere que los intentos de abordar la transfobia que no toman en serio las realidades de la opresión racial (trabajando acríticamente con el sistema de justicia penal, por ejemplo) están destinados al fracaso (2007, 58-60). Bettcher concluye que su análisis puede servir de base teórica para la solidaridad feminista antirracista trans y no trans (2007, 57-8). También puede dilucidar que las representaciones feministas transfóbicas de las mujeres trans como engañadoras y violadoras se basan fundamentalmente en un sistema (hetero) sexista, sexualmente abusivo y facilitador de la violación en el que la presentación de género comunica el estado genital. Dada la interconexión entre la exigencia de realidad y las formas sexistas y racistas de opresión, corresponde a las feministas no trans cuestionar el valor político de desplegar tales representaciones.
11. Conclusión
Si bien las primeras perspectivas feministas (no trans) sobre las cuestiones trans estaban marcadas por la hostilidad, conviene reconocer que los estudios y las políticas trans han surgido en compleja reacción e interacción con la teoría y las políticas feministas y queer. Con el paso del tiempo, parece que se está haciendo realidad la posibilidad de una interacción productiva entre la teoría y la política feminista y trans, así como la solidaridad entre las feministas trans y no trans. Esto sugiere un futuro prometedor para las investigaciones filosóficas transfeministas. A la luz de la historia de la interacción trans/feminista, parece que el yo y su relación con la opresión y la resistencia seguirá siendo un tema de investigación fructífero.
Bibliografía
Anzaldúa, Gloria, 1987, Borderlands/la frontera: The new mestiza, San Francisco: Spinsters/Aunt Lute.
Benjamin, Harry, 1966, The transsexual phenomenon, Nueva York: Julian Press.
Bettcher, Talia Mae, 2006a, “Understanding transphobia: Authenticity and sexual abuse”, en Trans/Forming feminisms: Transfeminist voices speak out, (ed.) Krista Scott-Dixon, Toronto: Sumach Press, 203–10.
–––, 2006b, “Appearance, reality, and gender deception: Reflections on transphobic violence and the politics of pretence”, en Violence, victims, and justifications, Felix Murchadha (ed.), Nueva York: Peter Lang Press, 174–200.
–––, 2007, “Evil deceivers and make-believers: Transphobic violence and the politics of illusion”, Hypatia: A Journal of Feminist Philosophy, 22 (3): 43–65.
–––, 2009, “Trans identities and first-person authority”, en You’ve changed: Sex reassignment and personal identity, Laurie Shrage (ed.), Oxford: Oxford University Press, 98–120.
–––, 2012a, “Trans women and the meaning of ‘woman’”, en Philosophy of sex: Contemporary readings (sixth edition), Nicholas Power, Raja Halwani, Alan Soble eds.), Nueva York: Rowan & Littlefield, 233–250.
–––, 2012b, “Full-frontal morality: The naked truth about gender”, Hypatia: A Journal of Feminist Philosophy, 27 (2): 319–337.
–––, 2013, “Trans women and ‘interpretive intimacy’: Some initial reflections”, en The essential handbook of women’s sexuality (volume two), Donna Marie Castañeda (ed.), Santa Barbara: Praeger, 51–68.
–––, 2014, “Trapped in the wrong theory: Re-Thinking trans oppression and resistance”, Signs: Journal of Women in Culture and Society, 39 (2): 43–65.
Bettcher, Talia Mae and Ann Garry, 2009, Transgender studies and feminism: Theory, politics, and gender realities(special issue), Hypatia: A Journal of Feminist Philosophy, 24 (3).
Bornstein, Kate, 1994, Gender outlaw: On men, women, and the rest of us, Nueva York: Routledge.
Butler, Judith, 1990, Gender trouble: Feminism and the subversion of identity, Nueva York: Routledge.
–––, 1991, “Imitation and gender insubordination”, en Inside/Out: Lesbian theories, gay theories, (ed.) Diana Fuss, Nueva York: Routledge, pp. 13–31.
–––, 1993, Bodies that matter: On the discursive limits of sex, Nueva York: Routledge.
–––, 2004, Undoing gender, Nueva York: Routledge.
Califia, Patrick, 1997, Sex changes: Transgender politics, San Francisco: Cleis Press.
Combahee River Collective, 1981, “A Black feminist statement”, en This bridge called my back: Writing by radical Women of Color, Cherríe Moraga and Gloria Anzaldúa (eds.), Nueva York: Kitchen Table, 210– 218.
Conn, Canary, 1974, Canary: The story of a transsexual, Los Ángeles: Nash.
Currah, Paisley, Lisa Jean Moore y Susan Stryker, 2008, Trans- (special issue), Women’s Studies Quarterly, 36 (3 & 4).
Daly, Mary, 1978, Gyn/Ecology: The metaethics of radical feminism, Boston: Beacon Press.
Ellis, Havelock, 1943, Studies in the psychology of sex, 2 vols., Nueva York: Random House.
Enke, Anne (ed.), 2012, Transfeminist perspectives in and beyond transgender and gender studies, Philadelphia: Temple University Press.
Feinberg, Leslie, 1992, Transgender liberation: A movement whose time has come, Nueva York: World View Forum.
–––, 1993, Stone butch blues: A novel, Los Ángeles: Alyson Books.
–––, 1996, Transgender warriors: Making history from Joan of Arc to Dennis Rodham, Boston: Beacon Press.
–––, 1998, Trans liberation: Beyond pink or blue, Boston: Beacon Press. Frye, Marilyn, 1983, “In and out of harm’s way”, en The politics of reality:
Essays in feminist theory, Berkeley: The Crossing Press, 52–83. Garfinkel, Harold, 1967, Studies in ethnomethodology, Oxford: Polity Press.
Greenson, Ralph R., 1964, “On homosexuality and gender identity”, International Journal of Psycho-Analysis, 45: 217.
Halberstam, Judith, 1994, “F2M: The making of female masculinity”, en The lesbian postmodern, Laura Doan (ed.), Nueva York: Columbia University Press, 210–28.
–––, 1998a, “Transgender butch”, GLQ: A Journal of Lesbian and Gay Studies, 4 (2): 287–310.
–––, 1998b, Female masculinity, Durham: Duke University Press.
Halberstam, Judith and C. Jacob Hale, 1998, “Butch/Ftm border wars: A note on collaboration”, GLQ: A Journal of Lesbian and Gay studies, 4 (2): 283–5.
Hale, C. Jacob, 1996, “Are lesbians women?”, Hypatia: A Journal of Feminist Philosophy, 11 (2): 94–121.
–––, 1998a, “Consuming the living, Dis(re)membering the dead in the butch/Ftm Borderlands”, GLQ: A Journal of Lesbian and Gay Studies, 4 (2): 311–348.
–––, 1998b, “Tracing a ghostly memory in my throat: Reflections on Ftm feminist voice and agency”, en Men doing feminism, T. Digby (ed.), Nueva York: Routledge, 99–129.
Haraway, Donna. J., 1991, “A cyborg manifesto: Science, technology, and socialist-feminism in the late twentieth century”, en Simians, cyborgs, and women: The reinvention of nature, Nueva York: Routledge, pp.
149–182.
Hausman, Bernice, 1995, Changing sex: Transsexualism, technology, and the idea of gender, Durham, N.C., Duke University Press.
Heyes, Cressida, 2000, Line drawings: Defining women through feminist practice, Ithaca: Cornell University Press.
–––, 2003, “Feminist solidarity after queer theory: The case of transgender”, Signs: Journal of Women in Culture and Society, 28 (4): 1093–1120.
–––, 2006, “Changing race, changing sex: The ethics of self- transformation”, Journal of Social Philosophy, 37 (2): 266–282.
Hirshfeld, Magnus, 1991, Transvestites: The erotic drive to cross-dress, (trans) Michael A. Lombardi-Nash, Buffalo: Prometheus Books.
hooks, bell, 1992, “Is Paris burning?” En Black looks: Race and representation, Boston: South End Press, pp. 145–156.
Jeffreys, Sheila, 2003, Unpacking queer politics, Cambridge: Polity Press.
Kessler, Suzanne y W. McKenna, 1978, Gender: An ethnomethodological approach. Nueva York: John Wiley and Sons.
Koyama, Emi. 2003, “The transfeminist manifesto”, en Catching a wave: Reclaiming feminism for the 21st century, Rory Dicker y Alison Piepmeier (eds.), Boston: Northeastern University Press, pp. 244– 259.
–––, 2006, “Whose feminism is it anyway? The unspoken racism of the trans inclusion debate”, en The transgender studies reader, S. Stryker y S. Whittle (eds.), Nueva York: Routledge, pp. 698–705.
Krafft-Ebing, Richard von, 1965, Psychopathia sexualis with especial reference to the antipathic sexual instinct: A medico-forensic study, translated from the Twelfth German Edition with Introduction by Franklin S. Klaf, Nueva York: Stein and Day.
Lugones, María, 1987, “Playfulness, ‘world’-travelling, and loving perception”, Hypatia: A Journal of Feminist Philosophy, 2: 3–19.
–––, 1990, “Structure/antistructure and agency under oppression”, Journal of Philosophy, 87 (10): 500–507.
Martino, Mario, 1977, Emergence with harriet, Nueva York: Crown Publishers.
Meyerowitz, Joanne, 2002, How sex changed: A history of transsexuality in the United States, Cambridge, MA: Harvard University Press.
Minkowitz, Donna, 1994, “Love hurts. Brandon Teena was a woman who lived and loved as a man. She was killed for carrying it off”, Village Voice 19 April, 24–30.
Money, John, 1955, “Hermaphroditism, gender, and precocity in hyperadrenocorticism: Psychological findings”, Bulletin of the Johns Hopkins Hospital, 96: 254, 258.
Money, John; Joan G. Hampson, John L. Hampson, 1955, “Hermaphroditism: Recommendations concerning assignment of sex, change of sex, and psychologic management”, Bulletin of the John Hopkins Hospital, 97: 284.
–––, 1955, “An examination of some basic sexual concepts: The evidence of human hermaphroditism”, Bulletin of the John Hopkins Hospital,
97: 301–19.
–––, 1956, “Sexual incongruities and psychopathology: The evidence of human hermaphroditism”, Bulletin of the John Hopkins Hospital, 98: 43–57.
–––, 1957 “Emprinting and the establishment of gender role”, American Medical Association Archives of Neurology and Psychiatry, 77: 333– 336.
Money, John y Ehrhardt, Anke, 1972, Man & woman, boy and girl, Baltimore: Johns Hopkins University Press.
Morgan, Robin, 1977, Going too far: The personal chronicle of a feminist, Nueva York: Random House.
Morris, Jan, 1974, Conundrum, Nueva York: Harcourt Brace Jovanich.
Namaste, Viviane, K., 2000, “‘Tragic Misreadings’: Queer theory’s erasure of transgender subjectivity” en V. Namaste Invisible lives: The erasure of transsexual and transgendered people, Chicago: University of Chicago Press, 9–23. Originally by K. Namaste en Queer studies: A lesbian, gay, bisexual, and transgender anthology, Brett Beemyn y Mickey Eliason (eds.), Nueva York: New York University Press, 1996, 183–206.
–––, 2005, “Against transgender rights: Understanding the imperialism of contemporary transgender politics”, en Sex change, social change: Reflections on identity, institutions, and imperialism, Toronto: Women’s Press. pp. 103–126.
Overall, Christine, 2004, “Transsexualism and ‘transracialism’”, Social Philosophy Today, 20 (3): 184 and 185.
–––, 2009, “Sex/gender transitions and life-changing aspirations”, en You’ve changed: Sex reassignment and personal identity, Laurie Shrage (ed.), Oxford: Oxford University Press, 11–27.
–––, 2012, “Trans persons, cisgender persons, and gender identities”, en Philosophy of sex: Contemporary readings (sixth edition), Nicholas Power, Raja Halwani, Alan Soble eds.), Nueva York: Rowan &
Littlefield, 251–267.
Prosser, Jay, 1995, “No place like home: The transgendered narrative of Leslie Feinberg’s Stone butch blues, Modern fiction studies, 41 (3): 483–514.
–––, 1997, “Transgender”, en Lesbian and gay studies: A critical introduction, Andy Medhurst y Sally R. Munt (eds.), Londres: Cassell, pp. 309–326.
–––, 1998, Second skins: The body narratives of transsexuality, Nueva York: Columbia University Press.
Radicalesbians, 1988, “The woman identified woman”, en For lesbians only: A separatist anthology, Sarah Hoagland y Julia Penelope (eds.). Londres: Onlywomen, 17–21.
Raymond, Janice, 1979, The transsexual empire: The making of the she- male, Boston: Beacon Press.
–––, 1994, The transsexual empire: The making of the she-male, re-issued with a new introduction on transgender, Nueva York: Teachers College Press.
Riddell, Carol, 2006, “A divided sisterhood: A critical review of Janice Raymond’s The transsexual empire”, en The transgender studies reader, Susan Stryker y Stephen Whittle (eds.), Nueva York: Routledge, pp. 144–158.
Rubin, Henry, 2003, Self-made men: Identity and embodiment among transsexual men, Nashville, TN: Vanderbilt University Press.
Salamon, Gayle, 2010, Assuming a body: Transgender and rhetorics of materiality, Nueva York: Columbia University Press.
Scheman, Naomi, 1996, “Queering the center by centering the queer: Reflections on transsexuals and secular Jews”, en Feminists rethink the self, Diana Tietjens Meyers (ed.), Boulder, CO: Westview Press, pp. 124–162.
Schilder, Paul, 1950, The image and appearance of the human body, Nueva York: John Wiley & Sons.
Scott-Dixon, Krista, 2006, Trans/forming feminisms: Trans-feminist voices speak out, Toronto: Sumach Press.
Serano, Julia, 2007, Whipping girl: A transsexual woman on sexism and the scapegoating of femininity, Emeryville, CA: Seal Press.
Shrage, Laurie, 2009, You’ve changed: Sex reassignment and personal identity, Oxford: Oxford University Press.
Stoller, Robert J., 1964, “A contribution to the study of gender identity”, International Journal of Psycho-Analysis, 45: 220.
Stone, Sandy, 1991, “The Empire strikes back: A posttransexual manifesto”, en Body guards: The cultural politics of gender ambiguity, Julia Epstein y Kristina Straub (eds.), Nueva York: Routledge, pp. 280–304.
Stryker, Susan, 1994, “My words to Victor Frankenstein above the village of Chamounix: Performing transgender rage”, GLQ: A Journal of gay and lesbian studies, 1 (3): 237–54.
–––, 2004, “Transgender studies: Queer theory’s evil twin”, GLQ: A journal of lesbian and gay studies, 10 (2): 212–215.
–––, 2008, Transgender history, Berkeley: Seal Press.
Stryker, Susan y Aren Z. Aizura (eds.), 2013, The transgender studies reader 2, Nueva York: Routledge.
Stryker, Susan y Stephen Whittle (eds.), 2006, The transgender studies reader, Nueva York: Routledge.
Wittig, Monique, 1992, The straight mind and other essays, Boston: Beacon Press.